Pasé algunos ratos en Navidad buscando un concepto que pudiera servirme de metáfora. A lo mejor ustedes lo conocen. Se trataría de una palabra que defina a esas personas que, por los vaivenes de la historia, se encuentran súbitamente viviendo a frontera pasada. Por ejemplo, Sándor Márai nació en Kassa cuando esta ciudad pertenecía a Hungría, y hoy es Eslovaquia. O esa población que aparece en 'Los hundidos' (Booket), de Daniel Mendelsohn, Bolechow, que fue Polonia y hoy es Ucrania. Cuando un territorio pasaba a integrar otro país, solía haber migraciones o expulsiones masivas, pero seguro que alguien se quedaba a vivir en su propia casa. Entonces seguía sintiéndose polaco aunque le hicieran vivir en Ucrania. En realidad, era Polonia la que se había movido, no él.
Pedro Sánchez conversa con Pablo Echenique y Alberto Garzón tras el acto de firma del acuerdo programático con las principales medidas qdel Gobierno de coalición en el salón Chimenea de la Cámara Baja.
© EFEPedro Sánchez conversa con Pablo Echenique y Alberto Garzón tras el acto de firma del acuerdo programático con las principales medidas qdel Gobierno de coalición en el salón Chimenea de la Cámara Baja.
Expatriado, repatriado, apátrida... No encontré (y seguro que existe y ustedes me iluminan) el concepto que definiría a estas personas. Así que me lo inventé: hipopatriado. El hipopatriado es ese ciudadano que, por culpa de un tratado o de una invasión, ve sumergida su nacionalidad. Es polaco, digamos, y todo a su alrededor es Polonia, la Polonia en que nació y donde ha vivido largos años, pero administrativamente eso es ahora otro país, y él no puede entender por qué es otro país.

Si me aceptan lo de hipopatriado, podrán seguirme en lo que viene, pues no es otra cosa que el lamento del hipopatriado político. Al igual que esos polacos que dejaron de estar en Polonia porque el país retocó una frontera, yo siento que he dejado de estar en la izquierda porque la izquierda ha abandonado un territorio. Aunque cambiar de ideas me parecería perfectamente legítimo, y es común volverse más conservador con la edad, lo cierto es que yo mantengo unas inclinaciones ideológicas prácticamente idénticas a las que tenía con 18 años. La igualdad siempre un poco por encima de la libertad, respeto y comprensión hacia el otro, cierta aversión al consumo desaforado y una caprichosa manía al progre, entendido como esa gente que lo tiene todo y además quiere acaparar la dignidad del que no tiene nada, en forma de superioridad moral. Por ahí me muevo. Otro símil que se me ha ocurrido para ilustrar esta situación de desamparo en la que a buen seguro no debo de estar yo solo es la de los cubiertos y platos de una mesa que se quedan en su sitio -apenas tiemblan- cuando alguien corre el mantel de un tirón. Esa cucharilla sin mantel de la esquina soy yo.

Que la izquierda es otra nos obliga a reconocer de una vez por todas que el capitalismo ha triunfado. Ya apunté en un artículo anterior que la izquierda de ahora prefiere que la voten pijos y veganos a que la voten pobres, porque pobres quedan muy pocos. Estrictamente hablando no hay gente suficiente en España que no tenga nada como para que su voto importe; estrictamente hablando no hay nadie en España que no quiera tenerlo todo. Por si alguien no se ha enterado aún, el capitalismo no consiste en explotar a gente en fábricas en Bangladesh; el capitalismo consiste en smart phones, Netflix y vuelos baratos. Es un sueño inalcanzable de casas más grandes, ropa más cara y viajes más largos. Y en eso está todo el mundo.

En los 90 había aún alguna resistencia a considerar el consumo ilimitado como única manera de entender la vida, y hasta se nos hacía leer 'Tener o ser', de Erich Fromm, en el bachillerato. Hoy nadie piensa que consumir alocadamente tenga nada de malo y, de hecho, se identifica poder consumir constantemente con la quintaesencia del progreso. Así, cuando nos referimos a la falta de democracia en un país, íntimamente no pensamos que en ese país no puedan votar, sino que no pueden consumir tanto como nosotros. Nos hemos quedado solos los que pensamos que un Anguita o, ahora, un Garzón no pueden comer en el restaurante más caro del país, utilizar coches de lujo o vivir en mansiones. Resulta ya inútil explicar que el lujo siempre es minoritario, el boato, restrictivo, y que por tanto sabotean todo anhelo de igualdad. En su momento oí a un tertuliano de izquierdas defender la casa de Iglesias y Montero diciendo que "todos deberíamos vivir en un chalet", sin sentir la necesidad de explicar cómo haría él para que cupieran en España 18 millones de chalets con piscina y casa de invitados. (Aparte de no indicar tampoco quiénes iban a trabajar de criados en todas esas viviendas. ¿Gente que también viviría en un chalet?).

El triunfo absoluto del capitalismo, esto es, el convencimiento generalizado de que la vida va de comprar todas las cosas nuevas en el mismo instante en que las anuncian, hizo peligrar la utilidad misma de un gran partido de izquierdas. Vender igualdad en un mundo en el que la distinción y la singularidad son los productos más solicitados tenía poco futuro. Así surgió la izquierda que hoy conocemos: dejó de lado la igualdad y empezó a promocionar su propia línea de artículos exclusivos, conformada por un abanico de identidades irredentas cuyos problemas se achacarían siempre al capitalismo. Votar a la izquierda consistiría ahora en sentirse mejor persona, y un tanto rebelde, partiendo de la base de que nada iba a impedir que mantuvieras tu privilegiado tren de vida.

El electorado de izquierdas -al que, por cierto, conozco extraordinariamente mejor que al de derechas- compró historias bonitas, irreprochables, salvo por el hecho de que había otras historias menos bonitas pero igualmente irreprochables que estaban ignorando. Así, los refugiados les enternecen; los mendigos, no; las mujeres asesinadas por sus parejas o ex parejas (70) les conmueven; los suicidios (3000; 700 de mujeres), no; los inmigrantes cuentan con su solidaridad; los obreros, los pobres, los barrios marginales de su propia ciudad, no; los transexuales les importan; los muertos en accidente laboral (400), no; creen en el cambio climático, y luchan verbalmente contra él, pero no contra su propia adicción al consumo que, a fin de cuentas, lo causa; respetan escrupulosamente a las mujeres, salvo que sean de derechas, sesgo que vuelve una simple chiquillada llamar puta a Arrimadas o imbécil a Díaz Ayuso; PP, Ciudadanos y Vox son fachas; PNV y JxCat, no; defienden la corrección política, mientras tildan de "carapolla" a Martínez Almeida; creen en la libertad de expresión, salvo que alguien diga algo distinto a lo que ellos piensan, momento en el que se convierte en un facha... Honestamente, a mí se me hace muy difícil reconocer aquí lo que yo siempre he creído que era la izquierda.

Además, vuelta esta ideología un instrumento de exculpación masiva (disfruta del capitalismo mientras lo combates: ese es el increíble equilibrio alcanzado), muchas cosas quedan sin explicación, se tornan surrealistas y la teoría más peregrina hace su agosto. Hoy en día está implantada con total éxito la idea de que la hija de un cajero de supermercado tiene más que ver con la hija de Amancio Ortega -por ser ambas mujeres- que con el hijo de un fontanero, aunque el fontanero y el cajero vivan en la misma calle de Carabanchel. Así, hemos de creer que las hijas de los millonarios están en el mismo barco que las hijas de los trabajadores, mientras los hijos varones de esos mismos trabajadores están en un barco diferente. Orillada la desigualdad económica como teoría troncal, los contrarios se juntan y los iguales se repelen. Tú, con tu alquiler extenuante y tu coche de hace diez años, eres exactamente igual de responsable del deterioro del planeta que Alejandro Sanz, con sus quince piscinas en sus ocho mansiones, y su moto de agua.

Hay muchos más votantes de izquierdas a favor de que Cataluña obtenga la independencia que a favor de que Extremadura obtenga un tren, simplemente porque es más emocionante apoyar una cosa que la otra. Cataluña es la comunidad más rica de España y Extremadura, de las más pobres, pero son las reivindicaciones de los ricos las que ahora esponjan el corazón de la izquierda. Quemar el centro de una ciudad no nos parece mal si lo hacen los hijos de la burguesía, pero es intolerable que los pobres vengan desde el extrarradio al centro en su propio coche, porque nos contaminan.

La igualdad como agregador político se ha desvanecido, y ahora tenemos un presidente que, in ovo, ya sabe que su mandato depende precisamente de que trate a unos (los territorios de partidos que le han apoyado) mucho mejor que a otros (los territorios que votan a partidos de alcance nacional), lo cual quiere decir que habrá que perjudicar abiertamente a estos últimos para saciar a los primeros, amén de castigar a aquellos que no se avinieron a ser mejores que los demás; y todo, queridos amigos, desde la izquierda.

Desde esta izquierda.