"No es necesario, intervino una tercera voz, yo conduciré el coche y llevo a este señor a su casa. Se oyeron murmullos de aprobación. El ciego notó que lo agarraban por el brazo, Venga, venga conmigo, decía la misma voz. Lo ayudaron a sentarse en el asiento de al lado del conductor, le abrocharon el cinturón de seguridad. No veo, no veo, murmuraba el hombre llorando." José Saramago, Ensayo sobre la ceguera
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Preguntar por los n(n ≥ 1) libros que han cambiado nuestra vida es una situación recurrente al entrevistar a políticos y otras figuras públicas nada librescas durante eventos literarios como las ferias de libros, con resultados que, la mayoría de las veces, han provocado más burla que admiración, sobre todo si consideramos la dificultad de no pocos de ellos para ir más allá de n = 1. Tal vez los entrevistados no estén tan equivocados y la dificultad para dar una respuesta satisfactoria para sus, suponemos, mucho más letrados críticos, radique en reflexiones sobre si en verdad un libro puede transformarnos de forma más trascendente y duradera que, digamos, una película o un programa de televisión. El asunto se complica si forzamos a que la respuesta se restrinja a libros de ficción: ¿En verdad puede Saramago y su Ensayo sobre la ceguera cambiar la forma en que vemos a nuestros semejantes?

No pocos —políticos y no— consideran a la ficción como un pasatiempo (a nadie sorprende que, cuando preguntamos a alguien qué es lo que hace, nos responda: "Nada, aquí leyendo"), un escape de la realidad, una actividad improductiva (¿cuál es, en la educación por competencias, el "producto" que un estudiante tiene que entregar al terminar Pedro Páramo?). Cuando más, un "ejercicio mental" (¡a leer 20 minutos diarios!) o una práctica necesaria para, cuando llegue la hora, ser capaces de leer y entender lo que de veras importa (esto es: información en libros de texto, resúmenes ejecutivos y noticias, mejor aún si son tan breves como tuits). Lo cierto es que, hasta para buena parte de quienes se consideran lectores —incluyendo, aunque parezca difícil de creer, a universitarios y hasta posgraduados—, leer ficción no es más que una completa pérdida de tiempo.

Por supuesto que en el otro extremo tenemos a aquellos románticos de la lectura, y hasta fetichistas de libros y autores, que juran que obras como En busca del tiempo perdido transformaron su existencia y que, en el equivalente laico de una peregrinación, visitan cada año la pastelería en la que, supuestamente, la tía Léonie compraba sus famosas madalenas en Illiers-Combray.1

Opiniones y anécdotas aparte, ¿leer El principito u otras historias imaginarias puede ayudarnos a sobrevivir?¿Existe, en verdad, evidencia medible, obtenida a partir de experimentos diseñados expresamente para ello, de que algo cambie en nosotros tras la lectura de un cuento, de una novela o de cualquier otro género de ficción? Si, digamos, algún exgobernador acusado de desvío de fondos a macroescala hubiera leído Morir en el golfo —o, al menos, La pobreza y la humildad llevan al cielo, de los hermanos Grimm— durante su gestión, ¿habría robado menos?
lectura
© Ilustración Izak Peón
Las ventajas evolutivas de leer ficción
"Pero aquí viene la revelación que no es fácil para mí. Soy una escritora. Eso no suena correcto. Demasiado presuntuoso, falso, o al menos poco convincente". Alice Munro, La oficina
Keith Oatley, de la Universidad de Toronto, es uno de los mayores expertos sobre lo que ha sido bautizado como literatura neurocognitiva, y que es el estudio de los efectos que leer o escuchar literatura (tanto prosa como poesía, por lo que también se le ha dado el nombre de poética neurocognitiva) tienen en nuestra mente, refiriéndose con ello tanto a la actividad cerebral inmediata como a los cambios en nuestra personalidad, pero sobre esto hablaremos con mayor detalle más adelante.

En una revisión sobre el tema, Oatley contrasta la desconfianza de Platón hacia la ficción, al considerarlo una mimesis, una imitación de la realidad que experimentamos diariamente, que de por sí ya constituía para él tan sólo una sombra de la verdad. El aprecio por la literatura aumentó en algo con Aristóteles, quien interpreta "mimesis", más que como mera imitación, como "simulación" en el sentido moderno compartido por Oatley y otros científicos neurocognitivos: la ficción es un conjunto de simulaciones de realidades o mundos sociales —esto último dado que en las historias aparecen e interactúan distintos personajes— que podemos analizar y comparar con diferentes aspectos de nuestro mundo cotidiano, algunos de los cuales somos incapaces de distinguir con nuestra percepción cotidiana.

Apoyan esta teoría de la simulación experimentos en los que la actividad del cerebro de un voluntario es observado con ayuda de una máquina de resonancia magnética funcional (fMRI, por sus siglas en inglés):2 cuando este voluntario lee una historia en la que un personaje jala un cable, la región de su cerebro responsable de ejecutar este movimiento es activada, y cuando el personaje se dirige desde una puerta hacia la cocina, la región del cerebro del lector relacionada con el análisis visual es activada, en ambos casos como si en verdad fuese el lector quien realizara las acciones narradas. En 2014 otra serie de experimentos, también con fMRI, permitieron determinar que el simple hecho de etiquetar una historia como "real" o "ficticia" antes de su lectura ocasionaba que se activaran diferentes áreas en el cerebro de los lectores.3 La lectura en "modo no ficción" estaba asociada a actividad en el cerebro relacionada con acciones, percibidas como pertenecientes al pasado, de los eventos descritos en la historia. En el extremo opuesto, la lectura en "modo ficción" estaba asociada a actividad cerebral que correspondía a una simulación mental de lo que podría pasar.

Así, para Oatley y otros científicos neurocognitivos las horas que pasamos leyendo ficción son similares a, en el caso de los pilotos, las horas que éstos pasan en un simulador de vuelo: la literatura sería nuestro "simulador de realidad" que nos permitiría entender cómo interactuar con otras personas, cómo reaccionar ante otros en diferentes situaciones cotidianas y, en resumen, cómo mejorar nuestras habilidades sociales. Todo esto debido a que, cuando una persona lee una historia, se encuentra en una situación en la que continuamente hace predicciones sobre los pensamientos, sentimientos e intenciones de los personajes, y tiene la oportunidad de entender a quienes son tan diferentes, o están tan distantes en tiempo y espacio, que hace esto imposible, o casi, en la vida diaria.

Que los escritores de ficción enfrenten a sus lectores a la tarea de tener que inferir cuáles son esos pensamientos, sentimientos e intenciones en los personajes de sus mundos imaginados permite que nos identifiquemos con ellos y los comprendamos con mayor profundidad que si todos estos aspectos fueran descritos directamente por el autor. Al menos estas son las conclusiones de Maria Kotovych y sus colegas, quienes compararon las inferencias de un grupo de voluntarios a partir de la descripción en primera persona que la protagonista del cuento "La oficina", de Alice Munro con las de un segundo grupo cuya versión del cuento iniciaba con la declaración explícita: "Me avergüenza decirle a la gente que soy escritora";4 para estos últimos lectores los pensamientos y acciones del personaje de Munro fueron más difíciles de comprender que para los del primer grupo. Otros experimentos han mostrado que existe mayor capacidad de hacer inferencias sobre nuestro prójimo —dicho de otra forma, "leer la mente" de alguien— entre lectores de historias de romance o de detectives, lo que es de esperarse si consideramos que en ambos casos uno tiene que hacer continuas predicciones sobre quién es la pareja adecuada o el posible asesino.5

Como consecuencia de sus horas de simulación, los lectores de ficción tendrían una ventaja evolutiva sobre quienes no lo son a la hora de ponerse en los zapatos de alguien más, lo que es considerado un "laboratorio moral" por investigadores como Frank Hakemulder,6 quien determinó que entre los lectores de una novela sobre las experiencias de una mujer de Algeria había menor aceptación en normas discriminatorias en relaciones entre hombres y mujeres de ese país que en aquellos que leyeron un ensayo sobre el mismo tema. Los resultados de este y otros estudios concuerdan con la llamada teoría del entumecimiento psíquico de Paul Slovic, según la cual es más fácil experimentar empatía si un mensaje presenta información sobre una persona única e identificable, que cuando la información se refiere a grupos enteros de personas o a estadísticas: o sea que el cerebro se nos entumece cuando tratamos (si tratamos, aunque a veces ni eso) de ponernos en los zapatos de decenas, miles o millones a la vez. La lectura puede desentumecer nuestras "neuronas empáticas" —nuestra compasión, en su significado etimológico de "sufrir juntos"— lo suficiente como para que nos interese el bienestar de alguien más como si nosotros fuésemos ese alguien.

Ante la evidencia de la ficción como simulador de experiencias sociales con las que practicar las nuestras en un ambiente, al igual que en el caso del simulador de vuelo, libre de peligro (no vamos a establecer relaciones reales con los personajes de la historia, lo que no significa, claro está, que no vayamos a reaccionar emocionalmente por lo que les pasa a ellos), queda por resolver si en esta relación entre ficción y empatía la primera es causa de la segunda o al revés.

Empatía por Sherlock Holmes
"¿Se imaginan que exista a estas alturas una persona que sienta tanto odio por Napoleón que se dedique a romper todas las imágenes suyas que encuentra?". Arthur Conan Doyle, La aventura de los seis Napoleones
No fue sino hasta 2013 que Matthijs Bal y Martijn Veltkamp realizaron un experimento para verificar si, con base en lo que se conoce como teoría de la transportación (entendida ésta como el grado al que una persona se involucra emocionalmente con una historia), los lectores que son emocionalmente "transportados" —aquellos que se "sumergen" o "se pierden" en las páginas del libro— son quienes se vuelven más empáticos y si este efecto es exclusivo de la literatura de ficción.

Bal y Veltkamp pidieron a un grupo de participantes que leyeran la primera parte de La aventura de los seis Napoleones, de Arthur Conan Doyle (lo que significa que no leyeron cómo resolvió Sherlock Holmes el caso) y a otro grupo dos noticias, en las que personas en concreto eran parte central de los eventos, sobre disturbios en Libia y el accidente de la planta nuclear de Fukushima en 2011. En ambos grupos se midieron los niveles de transportación emocional y de empatía a través de escalas en la que los participantes asignaban valores a situaciones hipotéticas como: "La historia me afectó emocionalmente" (transportación) y "algunas veces no me siento mal por otras personas que están en problemas" (empatía) antes, inmediatamente después y luego de una semana de la lectura.

Los resultados del estudio de Bal y Veltkamp representan la primer evidencia experimental de que leer ficción provoca que la empatía del lector se incremente con el tiempo (en el experimento, una semana después de haber leído la historia), pero sólo cuando el lector es transportado emocionalmente por ella; lo opuesto ocurre si el lector no se sumerge y ni siquiera se salpica con la historia: se vuelve menos empático y termina por darle lo mismo si Sherlock Holmes resuelve el misterio o si un asteroide destruye por completo el departamento 221B Baker Street. Una posible explicación es que, cuando un lector no se identifica con los personajes de una historia, comienza por distraerse y sentirse frustrado con la historia y acaba por desentenderse del destino de sus personajes. Estos efectos no se encontraron en lectores de no ficción.

Un año después, en 2014, sería nuevamente mediante la tecnología de fMRI que los neurocientíficos comprobarían que, en sentido contrario a lo descubierto por Bal y Veltkamp, la actividad cerebral asociada con la empatía facilita al lector su inmersión en la historia. Y no sólo esto: gracias a Harry Potter (o a la lectura de sus libros, para ser más precisos), ahora sabemos que aquellos pasajes de mayor contenido emocional, en que los protagonistas experimentan mayor miedo o sufrimiento, son los que hacen que nos perdamos más en la historia.7

Chéjov y todo un OCEANo de personalidades
"—¿Cómo puedo justificarme? Soy una mujer mala, vil; me desprecio a mí misma, y no pienso justificarme. No es a mi marido a quien engañé, sino a mí misma. Y no solamente ahora, sino hace tiempo que me engaño. Mi marido puede que sea un hombre bueno y honrado, pero ¡es un lacayo!". Antón Chéjov, La dama del perrito
De especial interés en la literatura neurocognitiva es validar la hipótesis de que leer es una experiencia que nos transforma, y en particular cuando esa transformación se refiere a un cambio en nuestra personalidad. Para estudiar la personalidad y sus posibles cambios por la lectura de una historia, una de las definiciones más sencillas usada por los estudiosos del tema es considerarla como la forma estable que una persona tiene de relacionarse con ella misma y con otras personas. Y con "estable" hace algunas décadas se referían a que nuestros rasgos de personalidad no cambiaban, o lo hacían muy poco, después de los 30 años de edad. Ahora sabemos que es posible cambiar de manera notable incluso bien entrados en la adultez.

En 2009 Maja Djikic y sus colegas pidieron a un primer grupo de participantes que leyera La dama del perrito, y a un segundo grupo que hiciera lo mismo con una historia que narraba los mismos sucesos que el cuento de Chéjov, pero en forma de un documento legal sobre el caso de adulterio entre dos personas casadas, por lo que la historia original había quedado desprovista de cualidades artísticas.8 Los investigadores tuvieron cuidado de que esta última narración mantuviera el mismo nivel de vocabulario, gramática e interés en sus lectores que La dama del perrito para evitar que cualquier diferencia pudiese atribuirse a estos factores. Tras la lectura, se evaluaron los cambios en las emociones y en los rasgos de personalidad de los lectores a través de escalas comunes en estudios psicológicos sobre estos temas.

En particular, para medir los cambios en los rasgos de personalidad se usó el llamado Inventario de los Cinco Grandes, los cuales son: apertura a nuevas experiencias, responsabilidad, extraversión, amabilidad e inestabilidad emocional, que en inglés y para fácil recordación forman el acrónimo OCEAN. El experimento de Maja y su equipo permitió concluir que, en efecto, el valor artístico de una narración, en este caso la prosa de uno de los grandes cuentistas de toda la historia, tuvo un efecto de transformación en la personalidad mucho mayor que un texto cuya temática e interés despertado en los lectores eran similares, pero que carecía de valor literario. Ante la posible objeción de que se tratara tan sólo de una reacción emocional por parte de los lectores, los investigadores señalan que este no fue el caso dado que Chéjov afectó a los Cinco Grandes rasgos, y no sólo a los dos que se esperaría si se tratara de las emociones despertadas por la narración (extraversión e inestabilidad emocional).

Las conclusiones de Maja y colaboradores pueden ser extensivas al área entera de la literatura neurocognitiva: "La relación de una psique individual con una obra de arte es un proceso altamente complejo que no puede ser llevado fácilmente al laboratorio. En su lugar, este estudio muestra que el potencial de cambio está ahí, dado que la psique humana parece responder a la forma artística a través de sutiles cambios en la visión de sí misma. Este potencial merece ser explorado".
Luis Javier Plata Rosas

Doctor en oceanografía de la Universidad de Guadalajara. Es autor de Ciencia Pop, La física del Coyote y el Correcaminos, y más ciencia (y muchos más dibujos animados) y de El teorema del Patito Feo. Encuentros entre la ciencia y los cuentos de hadas.
Fuentes:

1 Esta actitud de reverencia excesiva hacia los libros es discutida con mucho desparpajo en Cómo cambiar tu vida con Proust, del escritor Alain de Botton. De Botton nos propone un juego en el que, ante las diversas circunstancias de nuestra vida moderna, nos expone qué pensaría Proust o cómo reaccionarían sus personajes. Un equivalente en cine de este mismo juego lo tenemos en The Jane Austen Book Club (2007), escrita y dirigida por Robin Swicord.

2 Mar, R. y K. Oatley, 2008, "The function of fiction is the abstraction and simulation of social experience", en Perspectives on Psychological Science, 3, pp. 173-192.

3 Altmann, U., I. C. Bohrn, O. Lubrich, W. Menninghaus y A. M. Jacobs, "Facts vs fiction-how paratextual information shapes our reading processes", SCAN, 9, 2014, pp. 22-29.

4 Kotovych, M., P. Dixon, M. Bortolussi y M. Holden, "Textual determinants of a component of literary identification", Scientific Study of Literature, 1(2), 2011, pp. 260-291.

5 En este último caso, las historias de Agatha Christie proporcionan un laboratorio inferencial por excelencia, ya que la metodología de Miss Marple y Hércules Poirot, sus detectives, se basa precisamente en entender las motivaciones de todos los personajes que intervienen en ellas y que, para ayuda del lector, siempre aparecían en una lista bajo el título "Dramatis personae".

6 Hakemulder, F., "The Moral Laboratory: Experiments Examining the Effects of Reading Literature on Social Perception and Moral Self-Concept", John Benjamin Publishing Company, The Netherlands, 2000, pp. 215.

7 Hsu, C.T., M. Conrad y A.M. Jacobs, "Fiction feelings in Harry Potter: haemodynamic response in the mid-cingulate cortex correlates with immersive reading experience", NeuroReport, 25(17), 2014, pp. 1356-1361.

8 Djikic, M., K. Oatley, S. Zoeterman y J.B. Peterson, "On being moved by art: How reading fiction transforms the self", Creativiy Research Journal, 21(1), 2009, pp. 24-29.