Hace tres meses escribí en mi muro de Facebook #NotMe como respuesta a la campaña del #MeToo. Fue una reacción más visceral que sesuda a una campaña a la que le noté un tufillo determinista. "Si eres mujer, eres víctima y denuncias. Si eres hombre eres culpable de algo o eres cómplice". Así me sonó en su momento y así me sigue sonando. Nunca pensé que por expresar mi opinión me iban a caer en plana (cual cooperativa, cual partido comunista) a llamarme bruta, misógina, traidora. ¿Traidora? Esa fue la acusación que más me chocó. ¿Acaso pertenezco a una agremiación y no me había enterado?

feminismo occidental
Al parecer sí, ser mujer, además de mil inconvenientes que no vienen al caso, también es hacer parte de una colectividad. Como si en lugar del plural, las mujeres, en toda su diversidad, su complejidad, su individualidad, su riqueza, la mujer fuese un ente único (aunque reproducido millones de veces). Un 'aparato ideológico', como en tiempos de la Unión Soviética.

Y ahí es donde añado: qué complejo es ser mujer. Además de jodido. Porque cuando ya me había afiliado a una causa, la del feminismo, por estar a favor de la igualdad de género, resulta que las feministas (al menos su facción más numerosa) han decidido que todas tenemos que compartir un credo. Es más. Todas hemos sido víctimas. Porque al afirmar lo contrario me llamaron mentirosa, extraterrestre y se burlaron de mí y me explicaron en bloque por qué estaba rotundamente equivocada y, también, por qué era (soy) una insensible. Ellas, mis aliadas por la igualdad de condiciones, por la libertad, ahora me hacían sentir coartada por no pensar como una mujer, por no saber embutirme en el género como en un corsé del Siglo XIX. ¿Pero no se suponía que justamente la lucha era por la libertad? ¿Una batalla para que cada quien sea libre y el género no predetermine a las personas?

No quise seguir insistiendo en un punto en el que estaba bastante sola. Solo esperaba que el tema pasara de moda. No imaginaba que tres meses más tarde volvería a estarlo por cuenta de unas francesas que, como yo, tampoco se sienten víctimas ni les gusta la campaña #MeToo. Y, oh sorpresa, las llaman misóginas, machistas, traidoras. Eso es lo que se llama comúnmente un dejà vu. Y aunque no comparto todo lo dicho por estas señoras, sí celebro que en un clima de censura y determinismo se escuchen otras voces, que recordemos que no todas las mujeres somos la misma, ni tenemos las mismas experiencias, ni las mismas percepciones, que por favor no ataquemos a quienes piensan distinto y, sobre todo, que no pretendamos pasar de la entusiasta embestida de denuncias a hombres acosadores a una suerte de inquisición afirmativa.

Ya lo dijo Margaret Atwood en días pasados en The Guardian al defender a un profesor universitario a quien despidieron de su cargo por ser acusado de acoso a pesar de haberse comprobado falsa la acusación.

Que no nos vaya a pasar ahora como en la Inquisición, cuando bastaba acusar a alguien para que este fuese asumido como culpable. En los pasados meses han surgido noticias casi semanales de personajes que han rescindido a sus carreras por acusaciones de acoso, con frecuencia luego de una fuerte asonada mediática que los ha empujado a renunciar a pesar de no haber pasado por un proceso probatorio. Antes de ser hombres o mujeres, de patriarcados, machismos o feminismos, por encima de 'ideologías de género', el balance está en la dignidad humana, en la justicia, ahí sí, para todas y todos.