Traducido por el equipo de Sott.net en español

La ideología políticamente correcta está enmascarando y contribuyendo al fracaso generalizado de nuestras instituciones.
black lives matter
Conocemos la naturaleza de las histerias de las masas en la historia, y cómo pueden abrumar y paralizar lo que parecen ser sociedades estables.

Conocemos las raíces y los orígenes del culto de la progresía (cultura wokeness).

Y también sabemos cómo tal locura (desde los juicios por brujería de Salem hasta el jacobinismo y el macartismo) puede extenderse, a pesar de alienar a la mayor parte de la población, mediante el miedo y la amenaza de la ruina personal o algo peor. Estos son los lados oscuros de las modas del tulipán, del hula hoop y de la pet rock, las obsesiones de masas tan adecuadas para las sociedades occidentales acomodadas del pasado.

Pero, ¿sirve este wokeismo también para otro propósito? En concreto, ¿oculta la incompetencia preexistente o la alimenta?

En los últimos 18 meses, hemos visto cómo la mayoría de nuestras principales instituciones se han vuelto ofendiditas y han gastado cantidades considerables de tiempo, capital y trabajo en lo que podría llamarse "comisarismo". Sin embargo, en su afán por rectificar la sociedad en general y sermonear, señalar la virtud, pontificar y actuar ante el público, muchas instituciones están fracasando cada vez más en aquello para lo que fueron creadas.

Por supuesto, los funcionarios públicos llevan mucho tiempo sufriendo el "efecto Bloomberg": centrarse en los delitos menores para señalar la virtud de la competencia como penitencia por no haber resuelto las crisis existenciales. Si no puedes limpiar la nieve de la ciudad de Nueva York a tiempo, entonces da un sermón a los atrapados sobre todo, desde el calentamiento global hasta los peligros de los refrescos de gran tamaño. Sin embargo, el wokeismo es un poco diferente, ya que ahora impregna nuestras sociedades como una pandemia propia.

Por ejemplo, el director general de la aerolínea Delta, Ed Bastian. Gana 17 millones de dólares de compensación anual, y da lecciones al estado de Georgia y a la nación en general sobre nuestras leyes de voto supuestamente racistas. El tema en cuestión es sobre todo el requisito de mostrar una identificación válida para votar, de la misma manera que uno debe presentar una identificación para entrar en la zona de embarque de los aviones de Bastian. Seguramente, si uno debe votar sin una identificación, ¿por qué no se le permite entonces abordar un vuelo de Delta?

También sugiero que el público intente llamar a las líneas de ayuda al consumidor de Delta para arreglar las meteduras de pata de la aerolínea tras la cuarentena con créditos, reembolsos, cambios de reserva y recalificación de cargos. Inténtelo, pero espere varias horas de espera al teléfono. Ahora sabemos que Delta es una ofendidita, pero lo que no sabemos es si la compra de un billete en el pasado asegura una plaza en un vuelo de Delta, o si el dinero o las millas acreditadas anteriormente serán devueltas o aplicadas a futuros viajes.

Un observador cínico podría sugerir que si Ed Bastian no puede garantizar un servicio adecuado a los consumidores, no importará, ya que él interviene en las leyes del voto (¿o es peor que eso?, ¿cree que puede preocuparse menos de sus propios servicios al consumidor porque pontifica sobre las leyes para votar y otras cuestiones variadas de ofendiditos?)

El director ejecutivo de American Airlines, Doug Parker, también es un progre (woke). Ha denunciado una nueva ley de voto de Texas, que también exige un uso más estricto del carné de identidad, aunque luego admitió que nunca había leído el nuevo estatuto antes de hacer gala de su ilegalidad.

Sugiero que Parker se asegure primero de que su aerolínea no se haya convertido en una aerolínea tercermundista antes de tratar de ilustrar a los estadounidenses sobre su supuesto atraso. Acabo de tomar un vuelo en uno de los vuelos de American Airlines de Parker desde el centro de California a Dallas, Texas. Pero justo antes de embarcar en el vuelo completo, los pasajeros fueron informados de que la compañía no tenía suficiente gasolina en el avión para llegar a Dallas, y no podía encontrarla en Fresno. Así que "paró" en el camino en San Francisco para "repostar", a 180 millas de distancia y en la dirección exactamente opuesta a su destino final. Sólo en dos ocasiones he estado en un avión sin suficiente combustible para llegar a su destino y con necesidad de desviarse para encontrar gasolina en algún sitio: una vez, hace 15 años, en México, y la otra, en 1974, en Egipto.

Hemos visto una epidemia de atletas profesionales (y olímpicos) bien compensados sermoneando al país sobre sus diversos pecados de racismo, sexismo y los habituales -ismos y -logías afiliados. Al igual que el ya pasado Colin Kaepernick, dedican un tiempo enorme a lo que en tiempos normales se llamarían esfuerzos extraños o incluso distracciones de su negocio en cuestión.

¿Existe una conexión entre su progresía y la falta de interés general por la NBA, la Major League de Baseball, la NFL y los Juegos Olímpicos de Tokio? ¿Es la sensación del público no sólo de que no desean que les hablen mal de esos privilegiados y mimados veinteañeros y treintañeros, sino también de que el nivel de juego de los deportes profesionales y amateurs parece estar también en declive? ¿O es que estos jóvenes deportistas iluminados pueden soportar el deporte o la intimidación social, pero no ambas cosas, y eso se nota en sus actuaciones y en la falta de atractivo para las masas?

Hollywood es el peor delincuente. Casi a diario una megaestrella se une al coro de indignados de Twitter para recordarnos su virtud ejemplar o su singular indignación por la "injusticia social". Pertenecen a esta extraña colección de multimillonarios obsesionados con la fama, cuyas casas, estilos de vida, modos de transporte y moda son de estilo versallesco, aunque sus vidas cotidianas nunca coinciden con sus mojigatos discursos.

La verdadera parodia es que Hollywood se limita a hacer películas malas, o más bien nuevas versiones hasta la saciedad, asegurándose únicamente de que sean "diversas" y proporcionalmente (ahora reparadoramente) representativas de "los otros". Dos géneros tienden a dominar el cine actual: las películas de cómics mejoradas por ordenador (a veces aparentemente blanqueadas por ejecutivos progresistas para no ofender al racista mercado chino de 1.500 millones de espectadores), y las películas de "el héroe contra el hombre".

Estas últimas suelen enfrentar a un atractivo y valiente joven investigador, abogado, periodista, denunciante o servidor público contra una maliciosa corporación conspiradora cuyo racismo, profanación del medio ambiente, sexismo y latrocinio deben ser expuestos de forma galante y solitaria. Estos guiones maoístas no sólo son aburridos y repetitivos, sino que brotan de una cultura capitalista autocomplaciente e hipercorporativa de Los Ángeles que nos dio al amado por Hollywood y otrora ofendidito Harvey Weinstein.

Las universidades son el viejo-nuevo bastión de la cultura Woke. Probablemente nunca sabremos las maquinaciones utilizadas por nuestros colegios y universidades de élite para deformar la raza a favor de algunos, y en contra de otros, entre la primera clase entrante de este año de la era posterior a los disturbios de 2020.

Los administradores y mandos intermedios de todos los sectores, en su mayoría blancos y adinerados, envían comunicados, por encargo, en los que atestiguan su propia virtud superior con un vocabulario tan trillado y predecible que un programador informático podría institucionalizar y mejorar el texto en pocas horas. El hombre del saco que es su objetivo es el nocivo hombre blanco heterosexual, por supuesto, eximiendo a los propios redactores de los memorandos, debido a su superioridad moral.

Los ofendiditos han desatado una verdadera yihad para erradicar y desterrar a los infectados de "blancura" entre nosotros. Pero aparte de su misión principal de promover la diversidad, la equidad y la inclusión, ¿podemos decir que las universidades iluminadas (al margen) están produciendo graduados talentosos y educados que asegurarán la prosperidad, la libertad, la preeminencia y el tipo de estilo de vida estadounidenses que los jóvenes asumen ahora como su derecho de nacimiento? Hacer la pregunta es conocer la respuesta. ¿Qué otra cosa puede ocurrir cuando hay más facilitadores de la diversidad, la equidad y la inclusión en los campus de élite que profesores de historia?

¿Es el conocimiento general del estudiante universitario superior al de su homólogo de hace cinco, diez o veinte años? ¿El gran experimento con los diversos cursos de "estudios" (estudios afroestadounidenses, sobre la paz, medioambientales, sobre la equidad, asiáticos, sobre la Raza, etc.) ha dado como resultado mejores escritores, pensadores, oradores, analistas, matemáticos y científicos que lo que producía el antiguo curso de inglés de Shakespeare, o los aspectos más destacados de la educación cívica occidental desde Homero hasta Locke, o el cálculo avanzado? ¿Es el campus más tolerante que en 1980, más abierto a la libertad de expresión, más decidido a proteger los derechos constitucionales de sus estudiantes?

El ejército es un ejemplo especialmente bueno de una gran institución estadounidense cuyas credenciales de ofendidito son ahora ostentosas, pero cuyo rendimiento en un análisis de coste-beneficio parece cada vez más anémico.

Sabemos que el jefe del Estado Mayor Conjunto, el general Mark Milley, es popular por ahora entre la izquierda del Congreso. Como resultado, al igual que muchos de sus predecesores, si lo desea, Milley puede gravitar hacia lucrativos consejos de administración de contratistas de defensa cuando se jubile, sin que la senadora Elizabeth Warren (demócrata de Massachusetts) lo castigue como un apparatchik que se enriquece y se revuelve.

Milley y otros, como el almirante Michael Gilday, han realizado animadas, aunque incoherentes, defensas de por qué quieren que sus alistados lean los textos de Ibram X. Kendi sobre "antirracismo", o al menos por qué quieren que la élite de Washington sepa que los recomiendan a sus soldados y marineros. Sabemos que el multimillonario exmiembro del consejo de administración de Raytheon, consultor y ahora secretario de Defensa, el general Lloyd Austin, está auditando las filas para eliminar a los sospechosos hombres blancos insurrectos, una investigación que hasta ahora parece carecer de datos reales que justifiquen dicha caza de brujas. La cadena de mando, que puede promulgar el cambio social por decreto, es en este caso querida por la izquierda. Y el cuerpo de oficiales ha hecho los ajustes necesarios para asegurar sus propios ascensos rápidos.

Así, hay pocas protestas por el recorte del presupuesto militar por parte del querido Joe Biden, después de que lo aumentara notablemente el odiado Donald Trump, que entre sus muchos otros pecados hizo que los aliados de la OTAN finalmente pusieran gran parte de sus contribuciones militares prometidas a la alianza.

Las disculpas anteriores de Milley por hacerse una foto con el presidente Trump mientras el bribón supuestamente limpiaba los alrededores con gas lacrimógeno fueron en su mayoría una señal de virtud vacía, dado que el inspector general del Departamento del Interior no encontró tal edicto presidencial o cualquier uso de tal agente.

De hecho, una docena de nuestros mejores y más brillantes cuatro estrellas retirados habían criticado a su antiguo comandante en jefe como apto para ser destituido "cuanto antes, mejor", un verdadero monstruo que empleó tácticas similares a las del nazismo, emuló a Mussolini y tomó su política de inmigración en parte de Auschwitz.

Pero, ¿fue evidente esa energía, imaginación retórica y conciencia refinada en nuestras victorias estelares en Afganistán e Irak? ¿Fue la intervención en Libia un modelo de planificación militar, tanto a nivel estratégico como táctico? ¿Han disuadido nuestros innovadores armamentos, entrenamientos y demostraciones de fuerza a los militares chinos? ¿Han demostrado nuestras últimas adquisiciones navales y de aviación ser modelos de inversiones brillantes y rentables? En nuestra época Woke, ¿mueren nuestros soldados en el campo de batalla en proporción a su sexo y raza, de acuerdo con el nuevo evangelio de la representación proporcional y en todos los demás ámbitos del quehacer militar?

Podríamos preguntar lo mismo del FBI y de la CIA, dadas las ruidosas y recientes carreras iluministas de John Brennan, James Clapper, Kevin Clinesmith, James Comey, Andrew McCabe, Lisa Page y Peter Strzok. A partir de semejante santurronería podríamos suponer que el FBI había descubierto y adelantado con éxito a los terroristas del maratón de Boston, o a los de San Bernardino; o que conocíamos por la CIA las amenazas que suponían la reaparición tipo Fénix de los asesinos del ISIS en Irak, el engrandecimiento de las islas Spratly por parte de China, la verdadera naturaleza de la filtración del laboratorio de Wuhan, la ubicación de los arsenales existentes de armas de destrucción masiva en Irak o Siria, y la situación actual del programa nuclear iraní.

No se trata de reprender a nuestras instituciones, sino de advertirlas. O bien sus capacidades para llevar a cabo las tareas que se les asignan se están viendo mermadas por una cultura Woke similar al de Mil Novecientos Ochenta y Cuatro, o bien están utilizando un camuflaje ideológico simplemente para enmascarar su falta de responsabilidad, y su creciente incompetencia.
Sobre el autor

Victor Davis Hanson es un distinguido miembro del Center for American Greatness y el Miembro Mayor Martin and Illie Anderson de la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Es un historiador militar estadounidense, columnista, antiguo profesor de clásicas y estudioso de la guerra antigua. Es profesor visitante del Hillsdale College desde 2004. Hanson fue galardonado con la Medalla Nacional de Humanidades en 2007 por el presidente George W. Bush. Hanson es también agricultor (cultiva uvas pasas en una granja familiar en Selma, California) y crítico de las tendencias sociales relacionadas con la agricultura y el agrarismo. Es autor más reciente de Las segundas guerras mundiales: cómo se libró y ganó el primer conflicto mundial y de El caso de Trump (The Second World Wars: How the First Global Conflict Was Fought and Won y The Case for Trump)