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© Daniel Feldman
Mueren animales todos los días. Ya se perdió la mitad de la hacienda. Enviados de Jornada cuentan la realidad.

Una oveja camina con lentitud. Le pesa el cuerpo. Y tiene hambre. En unos metros se detendrá porque se le doblan las patas y no puede continuar. Tirada junto a una mata de pasto se va a quedar ahí junto al cordero que lleva adentro porque está preñada. Pero no llegará a parir. Ahí se va a quedar esperando morir.

La escena se repite en cada campo de la meseta. Los animales mueren sin poder defenderse. La ceniza está causando un daño enorme. Pero no es todo: lo peor está por venir. Porque la gente se está quedando sin lo único que tiene: sus animales. Y si hasta ahora sobrevivieron es sólo porque le ponen el corazón a una de las peores situaciones de desastre en la historia de la provincia. Porque a la llegada inesperada de la ceniza volcánica hay que agregarle el arrastre de cinco años de sequía. Una sequía que a esta altura parece interminable. La tierra está agrietada y las pocas matas que quedan se quiebran bajo el sol. Dicen que no lloverá al menos hasta marzo. Pero nadie reza. Todo el mundo se levanta cada mañana a empezar de nuevo con la esperanza de que algo cambie. No están dispuestos a dejar los campos donde han pasado su vida. Ni tampoco dejar morir a sus animales sin intentar salvarlos. Buscan agua, alimento. Y piden que alguien se acuerde de esta parte de la Patagonia donde parece terminar el mundo y donde los largos caminos de tierra y ceniza parecen conducir a ninguna parte.

No hay manera de permanecer ajeno a semejante desastre. Y a tanto dolor. Los productores se quiebran cuando cuentan sus historias. Pero tienen en claro lo que defienden. Lo que quieren, lo que necesitan para seguir adelante. La naturaleza los ha colocado del lado más difícil. En un callejón que no tiene salida pero que es absolutamente interminable. Una recorrida por la zona afectada, en el corazón de la provincia, permite conocer de cerca una realidad que a nadie le puede ser ajena. Ya en localidades como Gan Gan y Gastre los productores perdieron el 50 por ciento de sus animales. Pero cada día el porcentaje crece. Porque en cada recorrida de su campo encontrarán indefectiblemente algún animal muerto. Y seguirán sumando desesperanza. Mueren las ovejas, las chivas, las vacas, los caballos. De hambre, de sed. Mueren porque el peso de la ceniza sobre sus cuerpos no los deja caminar. Y mueren porque lo poco que comen les afecta su sistema digestivo: la ceniza tiene un efecto corrosivo que les resulta mortal cuando lo ingieren.

Por eso no hay muchas salidas para la gente del campo que sin embargo, no quiere por nada del mundo llevar sus animales a otro lado. "No nos vamos a ir de acá, no nos van a sacar", dice José Guridi un productor de 50 años que reside en un campo de Gan Gan. José Raimundo Cual, también de Gan Gan, asegura que va a resistir. La ceniza y la sequía le llevaron más de la mitad de sus chivas y ovejas. Pero junto a su mujer Adela espera que algún día todo cambie. "Estamos aprendiendo a vivir de nuevo", dice José, el único de cinco hermanos que no quiso dejar el campo. Los testimonios se repiten. Prefieren morir junto a sus animales antes de dejar de luchar. Y hacen un fuerte reclamo al Gobierno nacional porque dejó afuera a Chubut del desastre agropecuario. Por eso la ayuda no llega. Reivindican la ayuda y los esfuerzos del gobierno provincial. Pero también dicen que no alcanza.

La ceniza no sólo causa estragos en los campos y la hacienda. También les ha cambiado la vida cotidiana a las poblaciones. Cuando la nube se hace intensa nadie sale. Las calles se convierten en un desierto de polvo gris. Y los caseríos, en pueblos fantasmas. El efecto corrosivo les arruinó hasta las cerraduras de las puertas de sus casas. Y más de una vez les cuesta entrar. Hay ceniza en las cañerías, en los caños por donde respiran los caloramas y las salamandras y en los pisos. La ceniza se levanta y cubre las lamparitas de luz, se instala en los sillones y en las correderas de las ventanas. Se suspenden las fiestas en los pueblos y cuando el viento es fuerte la visibilidad es nula. Muchas veces, los pocos vehículos que circulan se guían por los cordones cuneta para no errarle al camino. No hay exageración en el relato. Gan Gan y Gastre, entre otras localidades de la meseta central, tienen una vida distinta desde hace algo más de cuatro meses. A los conocidos cuadros de pobreza, a las lejanías, se les sumó un enemigo que parece inquebrantable. Y que además, se va a quedar por mucho tiempo. Sería utópico pensar que hay un tiempo preciso para que la ceniza se vaya. Todo lo contrario. Cada vez hay más. Cada vez castiga y golpea más. Cuesta ver un paisaje de por si agreste, ahora teñido de un gris interminable que tapa la vegetación y hace invisible al agua. Cuesta caminar por los campos secos, esquivando animales muertos y otros que están agonizando. Cuesta verlo. Y contarlo. Por eso hay que meterse en la piel de quienes lo sufren y lo viven. La ceniza les está quitando lo poco que tienen. Lo que aman. Les está quitando una parte grande de su vida.