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Los últimos estudios afirman que los niños que han vivido aislados no tienen la facultad de la empatía entrenada. No se reconocen en otra persona. Lo grave en estos casos no es que no puedan identificar la indiferencia o rechazo en rostros ajenos, lo triste es que nuestro rostro tiene la capacidad de reaccionar cuando vemos, no solo cuando sentimos, una caricia y quien nunca ha visto una, y menos aún la ha recibido, no tiene herramientas para reconocer las emociones y valorarlas.
Las encargadas de que esto suceda son unas neuronas llamadas espejo. Su trabajo es vital: nos garantizan sentir y son la razón que seamos seres sociales. Es la llamada Inteligencia Social. Su descubrimiento es muy reciente. Se ha experimentado con animales, observándose en aparatos especializados los registros y evidencias neurológicas que nos hacen pensar que esa actividad cerebral, más allá de la imitación, con el descubrimiento de estas neuronas, explica la empatía y se demuestra que somos seres verdaderamente sociales.
Pero, ¿cuándo comenzamos a ser verdaderamente seres sociales? Hasta donde sabemos, la evolución tiene el propósito de la adaptación del hombre en el entorno. En un momento dado, las condiciones ambientales de los individuos han hecho un ejercicio de sociabilidad para que sea una ventaja cooperar con los demás, habiendo permitido ventajas evolutivas importantes.
La sociabilidad ha mejorado las condiciones de vida de los seres biológicos y digo esto porque probablemente esta capacidad de socialización comenzó antes que la propia existencia del hombre como tal. Entiendo que la sociabilidad es uno de los grandes motores de la inteligencia. El otro, la capacidad de adaptación al entorno.
La capacidad de vida en relación con los demás, cooperar con quienes nos rodean, nos ha permitido, y nos permite hoy, crecer, sentir, aprender, amar. Y lo extraordinario es que esto sucede, a menudo, sin mediar palabra. Según Luis Aguado, es porque comprendemos desde un punto de vista intuitivo lo que hace el otro. Esto nos ayuda a comprender el porqué y el para qué de la acción, ya que el acto no tiene sentido si no tiene una utilidad aplicada.
Volviendo al ejemplo de los niños aislados, si nunca hemos visto ni sentido una caricia, jamás entenderemos para qué se hace. Por eso, las neuronas sociales nos ayudan a la hora de generar vínculos importantes con el entorno y por supuesto, con personas.
El resto, a nivel de educación emocional, debemos hacerlo nosotros. Lo que heredamos son predisposiciones que nos capacitan para ser seres sociales, pero lo importante es la capacidad para poder entender nuestras emociones y las de los demás.
Cuantos más conocimientos y experiencias tengamos, mejor será nuestra base de datos para comprender a los demás. Las neuronas espejo pues participan en la observación de actos ajenos emparejando lo que nosotros hacemos con el conocimiento que poseemos. Cuanto más conocimiento almacenado, mejor será mi relación con ese entorno. Tendría más repertorio de conductas para poder establecer buenas relaciones con los demás.
La empatía es la base de la inteligencia interpersonal: nuestro cerebro interpreta la conducta y emociones ajenas y nos la traslada. Por esto, la empatía es, probablemente, la prueba más tangible de la unión entre pensamiento y sentimiento.
La empatía nos da la opción de responder de dos formas a las emociones ajenas a nosotros: contener a quien sufre, o aprovechamos de sus debilidades. Esto sucede cuando otro niño sufre. Los seres humanos nos conectamos mejor a las emociones negativas porque nos es más fácil reconocer cuando se necesita nuestra ayuda. En cambio, no sabemos de qué modo responder cuando se nos requiere compartir una emoción positiva. En este aspecto, las mujeres son más empáticas que los hombres, sienten más las emociones como el dolor o la tristeza, una capacidad vital para los hijos.
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