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Los habitantes de las aldeas que rodean el monte del volcán Bulusan temen más a una reubicación obligada en otras tierras del este de Filipinas que a la constante amenaza de las erupciones con toda su carga de cenizas y lava.

En la localidad de Irosin y en el resto de las que parchean la ladera del Bulusan nadie quiere oír hablar de mudarse a vivir a los emplazamientos propuestos por las autoridades locales, y dejar atrás las humildes casas y huertas.

"Aquí tenemos nuestro hogar y un medio de vida. Si nos vamos, deberemos volver a empezar, construir una nueva vivienda, y no tendremos con qué ganarnos la vida. Prefiero quedarme, aunque aquí viva siempre con miedo", dice Jesús Enverga, un agricultor de 51 años.

Victoria Alcayo, de 60 años y vecina de Irosin, relata que rompió a llorar el pasado lunes cuando el volcán comenzó a rugir y no paró hasta 19 minutos después de haber expulsado una columna de vapor y ceniza de 3 kilómetros de altura, que sumió al pueblo en una oscuridad casi absoluta.

"No podía encontrar a mis nietos, la arena y la ceniza no dejaban ver nada", relata a Efe todavía nerviosa y a pesar de que a lo largo de su vida el Bulusan le ha dado numerosos sustos. "No recuerdo cuántas veces me ha ocurrido algo parecido, más de diez, pero la última fue la más angustiosa por la gran cantidad de arena que no dejaba ver nada, era más oscuro que la noche y duró tres horas, por suerte mis siete nietos fueron evacuados", añade.

A raíz de la explosión del volcán, a 250 kilómetros al sudeste de Manila, varios cientos de personas fueron evacuadas a los centros improvisados montados por el Gobierno regional, pero transcurridos un par de días, la mayor parte regreso a sus aldeas para continuar con sus faenas cotidianas.

Tanto la primera explosión como otra posterior de menor fuerza se escucharon hasta en aldeas situadas a unos diez kilómetros de distancia del Bulusan y la ceniza que arrojó por su cráter causó molestias respiratorias a unas 100.000 personas, según las autoridades.

Los vecinos de estas aldeas se pasan el día acarreando cubos de agua que arrojan sobre el suelo para limpiar la capa de ceniza de hasta medio centímetro de grosor que se posa ante las puertas de sus casas y que también penetra en el interior por cualquier rendija.

A pesar de ese aire nocivo, de gusto áspero y que deja en la boca una sensación pastosa, casi ningún vecino recurre al empleo del lote de mascarillas que las autoridades han distribuido para que se protejan de las afecciones respiratorias, que están afectado sobre todo a los niños de corta edad.

Las autoridades sanitarias confirmaron que un niño de dos años de la localidad vecina de Bulan ha sido la primera víctima mortal de las dolencias pulmonares causadas por la lluvia de ceniza. Aunque los lugareños intentan con recursos caseros acabar con el manto de ceniza, las aldeas tienen un aspecto lúgubre y la ladera del monte presenta un color grisáceo, igual que los arrozales cercanos y las palmas de los cocoteros, principal sustento de gran parte de la población.

"Con la lluvia de ceniza, las palmas del árbol se secan y pueden morir en pocas semanas", cuenta el agricultor Enverga, quien subsiste gracias a la venta de la pulpa seca que extrae de los cocos y que se destina para la elaboración de aceite.

Como hacen casi todos sus vecinos, Enverga mira a menudo el cielo y reza para que no llueva, ya que el agua arrastraría ladera abajo el "lahar", esa mezcla de ceniza, arena, agua y tierra que arrasaría los cultivos y sepultaría sus viviendas, que protegen con los precarios muros de arena y rocas que han levantado en la cara del pueblo que da al volcán.

El Instituto Filipino de Vulcanología ha advertido de que existe el gran riesgo de se forme ese temido río de lodo volcánico en el caso de que llueva, ya que la erupción arrojó mucha cantidad de cenizas sobre la ladera del monte. La última vez que el volcán despertó, el pasado noviembre, el "lahar" arrasó parte del terreno en el que Enverga tiene sembrados sus cocoteros, y que hoy es un páramo de piedras y polvo en el que solo podrán crecer los matorrales.

"Espero que no ocurra lo mismo que aquella vez. Hasta noviembre cosechaba unos mil kilos de cocos cada 45 días, pero la mayoría murieron y mi recolección se ha reducido a unos 100", se lamenta. Este campesino forma parte de una cuadrilla de lugareños que a diario cavan y retiran rocas con el propósito de reabrir un canal que el "lahar" enterró tras la anterior erupción.