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© La verdadÚnica. El histórico grabado que inmortalizó el terremoto de 1829.
"¡Hay que derribarla sin demora!". El grito, que atronó el salón del trono del Palacio Episcopal, espantó a las salamandras verdes que anidaban en los aleros e hizo titilar las velas de las lámparas de bronce remoto, como las pupilas del Señor Obispo que, encendidas de lágrimas, observaban aterradas una grieta profunda que destripaba la bóveda de lado a lado. "¿Está usted seguro?", acertó a pronunciar el prelado. "¿Se lo repito otra vez, monseñor?", obtuvo como respuesta.

La petición del derribo de un edificio, sobre todo después del terrible terremoto de 1829 en Murcia, no parecía descabellada. A menos que el inmueble en cuestión fuera la mismísima torre de la Catedral.

Tres días antes del suceso, sin embargo, no fue necesaria discusión alguna sobre los daños provocados a la terraza almenada de la iglesia de Santa Catalina. Porque en este edificio, conocido como templo reparador (de pecados) no fue posible reparación alguna. El terremoto obligó a suprimir el cuerpo alto de la torre por la sacudida de 6,6º cuyo epicentro se localizó en Torrevieja. Quienes ganaron, sin lugar a duda histórica, fueron los feligreses de San Antolín, parroquia que recibió el antiguo reloj de Santa Catalina, el que anunciaba el toque de queda y se salvó del terremoto.

La Gaceta de Madrid publicó el 31 de marzo de aquel año que el seísmo se sintió primero como "un ruido espantoso, que hizo que las gentes saliesen huyendo y gritando despavoridas; pero no hubo más desgracias que el haber sufrido más o menos los edificios siguientes: la catedral y su torre, convento de Capuchinos, del Carmen, la Merced, Sto. Domingo, palacio episcopal, el puente de piedra, y algunas casas de particulares.

Superados los primeros momentos de pánico, cuando se constató que no había fallecidos, los murcianos atribuyeron el milagro a la intercesión de la Patrona, la Virgen de la Fuensanta. Pesar sobre pesar, la Región atravesaba una de sus habituales sequías. A medida que pasaban las horas, el fervor religioso estalló en las calles, hasta el extremo de que el Concejo murciano suplicó al obispo el traslado de la Morenica. Primero, para agradecerle su protección. Y segundo, puesto que estaría en Murcia y no hay gente más práctica que los huertanos, para pedirle que lloviera. Pero el Obispado tenía problemas más serios que atender.
El terremoto desplazó unos centímetros la fachada barroca, según los informes de la época, y los daños en la torre eran irreversibles. Además, un segundo seísmo producido dos semanas después empeoró la situación. No lo afirmaba cualquiera. El Cabildo de la Catedral encargó un informe al respetado ingeniero y comisario honorario de Caminos, Juan Bautista La Corte.
El informe de La Corte también fue, por utilizar un giro idóneo, para echarse a temblar. Después de mediciones y sondeos, catas y perforaciones, el técnico concluyó: «Su inclinación se dirige sobre la bóveda y sacristía de la Catedral [...], por lo que es de justicia la demolición». Al parecer, las 8 pilastras que aguantaban la cúpula de la torre habían sufrido graves daños. La linterna y el cupulín apenas aguantarían unos días.
De entrada, el obispo autorizó el traslado de la Fuensanta. El día 27 de abril, las miradas de los murcianos se repartían entre quienes vitoreaban a la Patrona por las calles de la ciudad y los que alzaban sus ojos a la torre, acaso con la misma impotencia de aquellos otros que dos siglos más tarde mirarían asombrados las Torres Gemelas.
Para reforzar la plegaria, Nuestro Padre Jesús Nazareno, el titular de la Cofradía del mismo nombre, ese venerable anciano que atesora la mirada del más triste de los vagabundos, acompañó a la Fuensanta en su procesión. Y también desfiló el arca que contiene las reliquias de los Cuatro Santos cartageneros. En Torrevieja acababan de sepultar a casi 400 fallecidos por el terremoto.
Como prueba de la magnitud de aquel seísmo, recuperé un grabado ya olvidado que muestra los edificios tambaleándose, inclinadas las torres de las iglesias y los árboles, mientras decenas de murcianos huían sobresaltados. Fueron inmortalizados como pequeños garabatos sobre el Puente Viejo o La Glorieta. Los murcianos le llamaban 'terratremo', curiosa voz que recuerda al terratrémol catalán o valenciano.

Se trata de la primera instantánea de un suceso en la historia regional. El grabado contiene un sabroso pie de foto: "Vista de la Ciudad de Murcia desde el Malecón, a las 6 y 25 minutos de la tarde del día 21 de marzo de 1829, hora que sufrió el terremoto". El grabado lleva por subtítulo la frase "A la misericordia del Señor debemos no haber sido confundidos", que corresponde al profeta Jeremías. Y el titular encumbra a la Fuensanta como «protectora del pueblo murciano».

Apocalipsis a la murciana

Los murcianos, pese a todo, estaban acostumbrados a los terremotos. El Instituto Geográfico Nacional tiene registrada la fecha de 1579 como el primer gran movimiento telúrico oficial. Sin embargo, el geógrafo Al-Udri describe el que asoló el antiguo Reino de Murcia en 1048. Y su texto parece más científico que literario. Así, señala que "se produjeron unos terremotos en el territorio de Tudmir, en las ciudades de Orihuela y Murcia y el espacio comprendido entre ambas. Aquello se produjo sobre el año 440 [1048-1049] y duró doce meses. Todos los días se presentaban varias veces. No pasó ni un solo día en que no aparecieran estos terremotos".

Las consecuencias hoy nos resultan apocalípticas. El geógrafo detalla que "las casas se derrumbaron, así como todos los edificios altos. La tierra se abrió. Muchos manantiales desaparecieron bajo tierra y surgieron otros que manaban agua hedionda". Los expertos creen que el terremoto se acercó a los 10º. Siete siglos después, el trágico seísmo de Lisboa, el 1 de noviembre de 1755, provocó temblores que duraron 10 minutos. En 1756, otro terremoto de 7º zarandeó Cartagena.

Sería interminable relatar los cientos de casos similares que jalonan la historia de Murcia hasta el último gran terremoto de Mula en 1999. Fue de grado 5. Lo que inquieta a muchos es que los seísmos más bestiales se producen cada mil años. Si Al-Udri decía la verdad, apenas faltan tres décadas para comprobarlo. Que Alá nos proteja. O la Fuensanta, que es de la familia.