Traducido por el equipo de editores de Sott.net en español

Es un eufemismo sugerir que la decisión de Trump de aplicar aranceles más altos a prácticamente todo el mundo ha indignado a casi todo el mundo: a la mayoría de la comunidad empresarial, a los gobiernos extranjeros, a los medios de comunicación y a los expertos de todos los campos.
Donald J. Trump
© Michael Reynolds / Global Look PressPresidente de los Estados Unidos Donald J. Trump, 8 de marzo de 2018.
Se dice que el Presidente Donald Trump está desencadenando una guerra comercial mundial, que ya ha comenzado con las medidas de represalia prometidas por nuestros socios comerciales más cercanos. Trump justificó su acción alegando que el acero y el aluminio son materiales estratégicos esenciales para la defensa nacional. Lo más probable es que la defensa nacional haya tenido poco que ver con su acción. Más bien, es una estratagema para poner un halo de "seguridad nacional" en torno a una medida que se está tomando por razones económicas.

Sin embargo, eso no significa que sea un movimiento equivocado. Es importante situar estas medidas en el contexto de la política comercial estadounidense a largo plazo. Desde la Segunda Guerra Mundial, la política comercial de Estados Unidos prácticamente pudo haber sido diseñada para socavar los intereses económicos de los trabajadores y productores estadounidenses. Empezando por Alemania y Japón, nuestros enemigos derrotados, les ofrecimos el proverbial acuerdo que no podían rechazar: ellos obtendrían un acceso virtualmente libre de aranceles y no recíproco a nuestro enorme mercado interno que facilitaría la recuperación de sus economías tras la destrucción en tiempos de guerra; a cambio, nosotros les quitaríamos su soberanía: controlaríamos sus políticas exteriores y de seguridad, así como sus establecimientos militares y de inteligencia, además de establecer bases permanentes en su territorio.

En efecto, Alemania y Japón cedieron el control geoestratégico de sus propios países y fueron recompensados a expensas de los intereses económicos nacionales de Estados Unidos. Esto puede haber parecido un buen trato para ambas partes en ese momento, a la luz de la incesante Guerra Fría con la Unión Soviética. Alemania y Japón estaban paralizados, éramos la única gran economía mundial que no había sido devastada por la guerra; de hecho, nuestra economía estaba en auge. Podíamos darnos el lujo de ser generosos, sobre todo porque el acuerdo fortaleció nuestra posición geopolítica frente a la URSS y el bloque soviético.

Desgraciadamente, el acuerdo entre Alemania y Japón no solo no terminó cuando esas naciones se recuperaron a finales de los años cincuenta, sino que se convirtió en la norma de nuestra relación comercial con otros países de la Europa no comunista, así como con algunos del Extremo Oriente, especialmente con Corea del Sur.

Aunque fueron reducidos políticamente al estatus de satélites, estos países también se beneficiaron de tener que gastar sólo cantidades simbólicas en sus propios ejércitos. (De hecho, Japón aceptó un tope de gasto militar arbitrariamente bajo del uno por ciento del PIB, que ahora comienza a erosionarse). Esto significaba que podían concentrar todos sus recursos en sus economías, al tiempo que se protegían de la competencia externa, incluso de Estados Unidos.

Esto no quiere decir que nadie en Estados Unidos se haya beneficiado económicamente. Las corporaciones estadounidenses (o para ser más exactos, las compañías que se originaron en EE.UU. pero que se habían globalizado) aprovecharon la oportunidad para deshacerse de sus costosos trabajadores estadounidenses (junto con las molestas regulaciones laborales y ambientales), trasladaron sus operaciones de manufactura al extranjero y luego importaron sus productos de vuelta a EE.UU., prácticamente sin aranceles.

Aunque esto no benefició a los trabajadores estadounidenses, ha hecho que la vida sea más cómoda para los consejos directivos de las empresas y para los accionistas (con la recompra de acciones por parte de las empresas, a veces hay una superposición sustancial en estas dos categorías).

Así que no es de extrañar que durante años los trovadores de la clase corporativa y sus medios de comunicación favoritos canten hosannas a las maravillas del llamado Libre Comercio. Con la misma previsibilidad de que Charlie Brown patee el balón, cada nuevo acuerdo comercial apresurado mediante la "autoridad de vía rápida" se promociona como "la apertura de nuevos mercados para los productos estadounidenses" y "la creación de millones de puestos de trabajo bien remunerados". Y con una regularidad perfecta, cada uno de ellos conduce a mayores déficits y a la pérdida de puestos de trabajo.

Antes de la elección de Trump, los republicanos (también merecidamente conocidos como el "Partido Estúpido") apenas se detuvieron a respirar mientras denunciaban ritualmente el abuso dictatorial de Barack Obama de su Autoridad Ejecutiva para empujar los poderes comerciales autocráticos presidenciales a través del Congreso.

Pero mientras nuestra clase política se regocijaba con el compromiso unidireccional de Estados Unidos con el Libre Comercio, nuestros socios comerciales practican un mercantilismo apenas encubierto, tanto uno contra el otro como contra nosotros. Consideremos, por ejemplo, el Impuesto sobre el Valor Añadido (IVA) de la Unión Europea, que se aplica internamente a los bienes nacionales e importados, pero no a las exportaciones, lo que en realidad es una subvención a la exportación. Pero cuando EE.UU. consideró nivelar el campo de juego con un Impuesto de Ajuste Fronterizo (BAT, por sus siglas en inglés), la UE y otros socios comerciales gritaron a los cuatro vientos. Como señala Alan Tonelson: "El BAT habría funcionado como un impuesto sobre el valor añadido (un gravamen impuesto por prácticamente todos los demás países), estableciendo un arancel sobre las importaciones que se dirigen al mercado de EE.UU., y proporcionando un subsidio para las exportaciones de EE.UU.". Pero por razones que no están claras, el BAT fue abandonado.

Ciertamente, el consumidor estadounidense se benefició de la condición del dólar estadounidense como moneda de reserva mundial, que ha permitido la compra de artículos importados a precios artificialmente bajos, incluso cuando los productores nacionales se ven obligados a abandonar sus negocios y sus trabajadores son despedidos. Luego, "en lugar de exportar bienes, Estados Unidos exporta activos financieros en forma de bonos del Tesoro de Estados Unidos, que han sido adquiridos por bancos centrales de todo el mundo para reforzar sus reservas de divisas y mantener bajo el valor de sus respectivas monedas en relación con el dólar". La ironía es que incluso con los atractivos precios bajísimos de los artículos extranjeros, hay menos estadounidenses de clase trabajadora con trabajos manufactureros bien pagados capaces de mantener un estilo de vida de clase media.

La difícil situación de estos estadounidenses es lo que en gran medida condujo a Trump a la Casa Blanca como un improbable accidente histórico. Recordemos que en 2016 hubo rebeliones contra el establishment en ambos partidos, dirigidas contra republicanos y demócratas por igual a la luz de un crecimiento económico estancado, una reducción de la clase media, niveles de ingresos estancados o en descenso (lo que se refleja en gran medida en la pérdida de puestos de trabajo bien remunerados en el sector manufacturero), niveles de endeudamiento paralizantes ("casi la mitad de los estadounidenses tendrían problemas para conseguir 400 dólares para pagar una emergencia"), una tasa de mortalidad en aumento (notablemente entre la clase obrera blanca, apodada "la Muerte Blanca" por suicidio), el abuso de sustancias (con cerca del cinco por ciento de la población mundial, EE.UU. consume el 80 por ciento de las recetas de opiáceos del mundo), y una dieta a base de alimentos procesados y OGM (un patrón que recuerda al colapso de la esperanza de vida de los hombres rusos a medida que se desmoronaba la URSS), y una tasa récord de participación laboral baja.

La sensación generalizada de aprensión sugiere que el futuro será aún peor, ante la expectativa de la mayoría de los estadounidenses de que sus hijos y nietos tendrán un nivel de vida más precario. Alguien está ganando mucho dinero con la búsqueda de la "hegemonía global benévola" de más de dos décadas, pero seguro que no es la gente común del "País del Sobrevuelo [el territorio central de EE.UU.- NdeT]", como lo llaman con desdén las élites de ambos partidos concentradas en las costas.

Trump prometió hacer algo al respecto. Los que votaron por él, especialmente en los estados del Cinturón de la Corrupción de Pensilvania, Ohio, Michigan y Wisconsin, quieren algo radicalmente diferente a lo de siempre. Votaron por Trump porque querían un toro en una tienda de porcelana, una bola de demolición, una granada de mano humana, un gran "¡jódete!" al sistema.

Hasta ahora, sin embargo, en muchos temas han tenido algo más cercano a un republicano convencional de la variedad Mitt Romney o Jeb Bush. Esto es especialmente cierto en materia de política exterior, donde el equipo de Trump y sus acciones parecen haber sido formuladas por el mismo establishment globalista, dominado por los neoconservadores, que él mismo denunció durante la campaña. Pero con sus aranceles, Trump se ha apartado audazmente de la ortodoxia republicana reciente y, de hecho, se ha reincorporado a la tradición nacionalista de los republicanos desde Lincoln hasta Eisenhower, cuando Estados Unidos se tornó y siguió siendo la envidia industrial y económica del mundo.

Queda por ver si algo como una guerra comercial se materializará. Para ello será fundamental lo que haga Europa, no sólo con respecto a los aranceles, sino también a las sanciones de Estados Unidos contra las empresas europeas que hacen negocios con Irán, tras la retirada estadounidense del acuerdo nuclear con el país. Una cosa sería que los europeos se reúnan con Trump para una negociación seria que empiece a rectificar la desequilibrada desventaja comercial de la que han disfrutado durante medio siglo. Pero es otra cosa sucumbir a la dictadura política en forma de sanciones contra Irán. Uno esperaría que los líderes europeos vean la conexión entre las nuevas amenazas relacionadas con Irán que emanan de Washington y la cesión de independencia a la que se han sometido mansamente durante décadas, en aras del anticuado "paraguas de seguridad" estadounidense.

A la hora de evaluar la disposición de Europa (no sólo de los líderes de la UE, sino también de los gobiernos nacionales) para afrontar las amenazas de Washington, siempre es astuto esperar que se acobarden. Esto tal vez es en parte debido a su debilidad institucional (especialmente de los don nadie no elegidos en Bruselas), pero la culpa principal parece ser la baja calidad humana de los líderes como Theresa May, Emmanuel Macron y Angela Merkel, quienes no reconocerían una postura basada en valores de soberanía nacional aun si se les acercara y los mordiera.

La prueba A es la incapacidad de las instituciones europeas de hacer frente a (en efecto, el fomento activo de) la invasión migratoria, que en la actualidad es la única amenaza exterior real para la seguridad de los europeos. La prueba B es la forma en que los gobiernos europeos se apresuraron a acomodar a EE.UU. en la abominable regulación financiera mundial conocida como FATCA ("Foreign Account Tax Compliance Act"), en la que estos Estados supuestamente independientes abrogaron sus leyes nacionales de privacidad personal frente a las flagrantes amenazas de sanciones de Washington. (Para ser justos, Rusia, que tiene aún más razones para resistirse a poner su sector financiero bajo la autoridad del Departamento del Tesoro de los Estados Unidos, no lo ha hecho mejor.)

En esta coyuntura, no importa tanto qué pasos concretos decidan dar los gobiernos europeos, sino que éstos decidan independizarse políticamente de Washington, a pesar de que ello suponga un cierto sufrimiento a corto plazo por la pérdida de un acuerdo comercial privilegiado. Esto, a su vez, les exigirá hacer una evaluación sobria de su relación con Rusia y de la llamada amenaza que justifica la continua (de hecho, perpetua) dominación estadounidense. El populista vicecanciller austríaco, Heinz-Christian Strache, hizo recientemente la misma observación al pedir tanto una reacción a las presiones de Estados Unidos como la normalización de los lazos entre la UE y Rusia en vísperas de la próxima visita del presidente Vladimir Putin a Viena.

Podría ser que hubiera algo en el aire, puesto que incluso gente como el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, dice que "hay que poner fin a los ataques contra Rusia". Una señal aún más esperanzadora puede ser la llegada al poder del Movimiento 5 Estrellas - Liga en Italia, que ha sido calificado como "el desafío más radical hasta ahora para el orden que ha dominado Europa desde la Segunda Guerra Mundial". Sin duda, Trump no es la única causa de lo que el Consejo de Relaciones Exteriores lamenta como la inminente muerte del "orden mundial liberal", pero ciertamente ha sido un catalizador. Uno no puede evitar preguntarse hasta qué punto eso es deliberado.
Jim Jatras es un abogado, analista político y especialista en medios de comunicación y asuntos gubernamentales radicado en Washington, DC.