Traducido por SOTT.net en español.

yellow vests france
© Reuters / Christian Hartmann
Cualquiera que haya experimentado el gas lacrimógeno podrá atestiguar lo desagradable que es. Lo experimenté en París el sábado 8 de diciembre, cuando la ciudad se convirtió en una zona de guerra.

Escribo estas palabras en una habitación de hotel en el centro de París después de un día de rabia, desencadenado por el autodenominado movimiento masivo de los "gilets jaunes" (chalecos amarillos) formado por los "enragés" (enfurecidos) de los últimos días, de reputación revolucionaria francesa. Y fue, en efecto, un día que llevó la marca de una revolución en proceso. Incluso ahora, justo después de las 8 de la noche, los disturbios continúan, y el sonido de las sirenas de la policía y de los helicópteros sobrevolando son la música de fondo incesante para mis pensamientos.

Este caos no está ocurriendo en Siria, Venezuela o Ucrania, sino en París, la ciudad que más se asocia con la riqueza, la cultura y el liberalismo en el continente europeo, mismo que se encuentra cada vez más acosado por el descontento social y la convulsión política.

La capital francesa está ahora, a todas luces, en el frente de batalla de una lucha creciente contra el neoliberalismo y su hijo bastardo, la austeridad, en el seno de una Unión Europea, cuyos cimientos se están desmoronando. Se están desmoronando no debido a las maquinaciones diabólicas de Vladimir Putin (como sostienen los comentaristas liberales occidentales, cada vez más desquiciados y fuera de contacto con la realidad), sino como resultado de un statu quo neoliberal que proporciona a muy pocos un confort y una prosperidad material inagotables, a expensas de demasiadas personas, para las que la miseria y el creciente dolor son sus nefastos frutos.

Este movimiento popular masivo de manifestantes de los chalecos amarillos no sólo es un problema para Macron, sino que también lo es cada vez más para una clase dirigente política y económica de la UE que aún no se ha dado cuenta del hecho de que el mundo ha cambiado, y ha cambiado por completo.

A lo largo de la historia de la humanidad, la arrogancia ha sido la ruina de los ricos y poderosos, junto con los imperios forjados en su nombre. Y la arrogancia está actualmente en vías de convertirse en la ruina de una Unión Europea, cuyos proponentes han abrazado la unidad, no de sus pueblos, sino de sus bancos, corporaciones y élites.

Emmanuel Macron es un ejemplo de la arrogancia de la clase dominante de nuestro tiempo, un líder al que se hace referencia en Francia como el "presidente de los ricos". Su desprecio absoluto por la difícil situación de la gente común en todo el país no ha hecho más que despertarlos, y por lo que he visto, no volverán a dormirse en un futuro próximo.

Desde la perspectiva de Macron y su gobierno, el aspecto más preocupante de la crisis actual ha de ser el carácter incipiente de este movimiento de los chalecos amarillos, que se está convirtiendo en el cuestionamiento más serio al neoliberalismo en Europa que se ha visto hasta ahora. Por el momento, es un movimiento que carece de un programa concreto y de un liderazgo reconocible, y es obvio que ni Macron ni las autoridades francesas tienen claro a qué se enfrentan.

Todo lo que saben en este momento es que, sea lo que sea, su ímpetu no suscita evidencia alguna de desaceleración, impulsado por un nivel de apoyo público con el que los gobiernos que se arrodillan ante el altar de la austeridad no pueden más que soñar.

Dicho esto, la falta de un programa político concreto y de una ideología coherente, aunque por el momento sea un punto fuerte, puede resultar en la ruina del movimiento en el futuro. Porque es muy sencillo: si no tienes tu propio programa, tarde o temprano te convertirás inevitablemente en parte del de alguien más. A este respecto, el destino de la llamada Primavera Árabe en 2011 no deja lugar a dudas.

Los pocos manifestantes con los que hablé fueron categóricos en cuanto a que se trata de un movimiento apolítico (o quizás debería ser apolítico como de costumbre), sin cabida para la derecha o la izquierda, sin apoyo ni para Marine Le Pen ni para Jean-Luc Mélenchon. Se oponen, dijeron, al sistema y a los partidos políticos en su totalidad. Exigen la renuncia de Macron, una nueva constitución y referendos populares para devolver el poder al pueblo.

En cuanto a la UE, un joven con el que hablé, David, expresó su apoyo a un modelo reformado de unidad europea, un modelo que sitúe a las personas en primer lugar. La UE de Macron está acabada, afirmó. No es democrática, es autocrática, no imparte justicia, sino injusticia; distribuye el dolor económico en lugar de la prosperidad a aquellos cuyo único crimen es ser jóvenes, viejos y ordinarios en un mundo gobernado por los intereses de los ricos y quienes tienen buenas conexiones.

También hablé con Rafiq, un joven de ascendencia marroquí. Proclamó que la arrogancia y la indiferencia de Macron ante los problemas del pueblo habían ido demasiado lejos. Cuando la gente no tiene esperanza, dijo, no tienen otra opción que levantarse.

Pero seguramente, le dije yo, los disturbios y la violencia no son la forma de hacer cambios en una democracia. "¿Qué democracia?", replicó. En Francia la democracia es para los ricos. A los ojos de Macron, nadie más importa.

Se dirigieron al centro de París, negándose a acobardarse o a dejarse intimidar por la fuerte presencia policial, o por las advertencias emitidas en los días previos por las autoridades sobre una fuerte represión en caso de que se produjeran problemas. Marcharon por el Boulevard Haussmann hacia los Campos Elíseos. Estaban cantando, agitando banderas, gritando consignas y epítetos contra Macron, impulsados por un sentido de unidad y confianza en su propia fuerza y propósito.

Habían venido de todas partes del país, recordando a los residentes acaudalados de la ciudad, a su burguesía, que París no es Francia y que Francia no es París.

Pero ¿dónde estaban ellos, estos ricos y acaudalados compradores y habitantes del París de Macron? ¿Dónde estaba la flota habitual de vehículos de lujo, el ejército de turistas y compradores que normalmente colonizan esta parte de la ciudad?

El sábado, los ricos de París estaban en retirada; las boutiques de Gucci y Louis Vuitton, los lujosos grandes almacenes, los restaurantes de lujo y los bares de vino fueron clausurados para dar paso a la llegada de una especie de Ejército Europeo que Macron no tenía en mente cuando hizo un llamado para que se creara uno.

La lucha que libran los chalecos amarillos aquí en París y en toda Francia no es autóctona de un país. Es la lucha de millones de personas en todo un continente que ya están hartos de ser despreciados por las élites a las que no les importan un bledo ellos ni sus familias. Es una lucha común de las masas en Grecia, España, Portugal e Italia; en Irlanda y en todo el Reino Unido. Es la lucha de hombres y mujeres sin propiedad, en la que los que no tienen nada se enfrentan a los que lo tienen todo.

Si Macron esperaba que los chalecos amarillos regresaran a la oscuridad de donde vinieron después de ceder en su demanda inicial de cancelar la subida propuesta del impuesto al combustible, calculó mal. A medida que París arde, también lo hace su legado, el legado de un líder que ha llegado a simbolizar el término de la trayectoria de la Europa neoliberal.
John Wight ha escrito para una variedad de periódicos y sitios web, incluyendo Independent, Morning Star, Huffington Post, Counterpunch, London Progressive Journal y Foreign Policy Journal.