Las sociedades tradicionales se caracterizan por la omnipresencia de lo sagrado. Los dioses eran numerosos y sus peripecias ocupan un lugar en el entramado de los relatos fabulosos; los ritos registran escrupulosamente la sucesión de las estaciones, y las experiencias naturales son el objeto de cultos particulares. Ninguna vivencia mayor (nacimiento, matrimonio, enfermedad, muerte) escapa a esa regla, y para que su consumación reciba la factura demostrativa de su autenticidad, debe haber un sacrificio de por medio.
apocalipsis
En esas condiciones, es inevitable que la guerra, que es un acontecimiento trascendental en la vida de una sociedad, sea vestida con el hábito sagrado. La institución católica cuyas raíces aparecen en las postrimerías del imperio romano de Occidente y de Oriente está saturada de esta tradición guerrera, desde el afianzamiento de Bizancio, la decadencia del imperio occidental romano bajo el signo de la cruz hasta llegar a los conflictos religiosos de México y España en la primera mitad del siglo XX.

La sacralización de la guerra se desarrolla en todas las etapas de su devenir como actividad específica de una comunidad, diferente por ejemplo de la agricultura o de la ganadería: La actividad bélica recibe la devota adhesión de divinidades especiales o de Dios mismo, verdadero y sublime. Los dioses de la guerra cuyo número, lugar e importancia varían según las culturas, mantienen su presencia en el panteón de las religiones politeístas.

Mientras tanto, el guerrero, cuya existencia está dedicada como ofrenda a ocupaciones militares, recibe por el hecho de estar ocupado en la guerra, un vínculo privilegiado con lo sagrado. Las iniciaciones y las órdenes guerreras la rodean con una red de símbolos que le permiten dar a sus acciones una dimensión religiosa. La culminación es el propio sacrificio.

Theatrum Belli


Los ejemplos más ricos y convincentes de dioses cuya vocación militar deriva de su función protectora de un pueblo destacan en los ámbitos sumerio y semítico. De tal manera, Marduk, de quien es conocido el papel de la Enuma Elish, no es propiamente hablando un dios de la guerra. Desde su origen se trata de una divinidad solar con el destino vinculado a la ciudad de Babilonia. Como es sabido, cuando Babilonia afirma su hegemonía en Mesopotamia, Marduk se convierte en la deidad primordial y en cuanto tal conduce a los ejércitos babilonios en su campaña sobre las ciudades-estado enemigas. Ese proceso lo efectúan todas las divinidades urbanas mesopotámicas; cada una de las cuales ocupa un lugar especial en el panteón donde permanece asociada a la ciudad que protege.

Los medievalistas

Una parte del legado de la cristiandad católica latina, surgida del paganismo, es el derecho de la guerra justa, del cual hay una tradición teológica y varias adaptaciones contemporáneas, De la Baja edad media a los inicios del Renacimiento, las órdenes dominicana y jesuita aportaron principios sobrios y a veces inquietantes sobre la influencia del Estado en el ejercicio de potencia dominante o que aspira a serlo sobre el terreno movedizo de la teología latina. La jerarquía católica por su parte convirtió a sus monasterios primero y más tarde sus universidades en sitios de estudio del tema de la guerra, que los hombres del convento definieron, primeramente, como un conjunto de actos de violencia por medio de los cuales un Estado se esfuerza en imponer su voluntad a otro Estado.

El buen salvaje no era muy amable

Isabel Bueno, antropóloga madrileña especializada en antropología americana se ha especializado en el estudio de la cultura mexica, sobre la que escribió un libro notable titulado Mesoamérica: territorio en guerra, editado por el centro de Estadios Vicente Lombardo toledano en 2015. En su abordaje trata el estudio de la guerra en la organización sociopolítica de los pueblos mesoamericanos, especialmente los mayas y los aztecas.

Lejos de la consideración del buen salvaje que tanta literatura inspiró incluso en Francia en el estudio de las estructuras de poder de los pueblos originarios americanos, que ha demostrado cómo la sociedad mesoamericana creció apoyada en las armas, con las que creó un sistema de dominio frente a los pueblos que le rodeaban, basado en la disuasión militar y la inteligencia bien estructurada que les permitía el conocimiento previo de las capacidades enemigas.

Hasta mediados del siglo XX se pensaba que la sociedad maya había sido una teocracia pacífica, cuyos gobernantes se dedicaban al culto de los dioses y al estudio del firmamento, que plasmaban en complejos calendarios. Estos demostraron a los antropólogos del siglo que acaba de transcurrir que el mundo precolombino tenía un rostro violento y cruel. Y si bien la cosmogonía india respaldaba el derecho a la guerra que hoy denominaríamos justa, los dirigentes políticos tenían una presencia mayor que los dioses en la preparación y desarrollo del combate.

Los aztecas que lograron un despliegue hasta Nicaragua, y con seguridad más al sur, revelan el sentido de triunfo de unos dioses vencedores sobre los vencidos. La omnipresencia de Huitzilopochtli, deidad guerrera, es un ejemplo del fragmento de la vida de los aztecas ligada a la guerra y su desenvolvimiento.

Medievalismo y la nueva guerra justa

Las guerras eran europeas y del Medio Oriente, eran pues, consideradas por los teólogos medievalistas de dos maneras: como la que puede ser infernal o satánica; o la que es divina o providencial.

Esta discrepancia divisoria transforma el tema de la guerra justa en un tema escabroso y facilita el ajuste de su metafísica peculiar a la misión destructora, hoy autodestructora, del Matrix, que, repetimos, es el nombre que recibe el Sistema anglosajón para conseguir su hegemonía por el arduo camino de las informaciones falsas, su propagadas por los canales electrónicos a un público angustiado por la incertidumbre con que le abofetea el Sistema, para que acepte con alegría la fatalidad de la guerra. La guerra justa en la actualidad es la que conviene al sistema social y financiero.

Las tesis de la guerra justa elaboradas pacientemente por los clérigos conducen a reverenciar a la guerra como un misterio del orden providencial: La "guerra es divina". Y así la concepción belicista de la cristiandad latina queda como divinización admirativa del hecho bélico.

El derecho de justa guerra se concibe para el emperador y para los príncipes que poseen en su propio dominio el equivalente de la potestad imperial, que es la fuente del derecho de soberanía, que confiere solemnidad a la existencia de un Estado bajo la forma de imperio. Sobre la base de este formulario, queda enlazada la institución católica latina al designio del imperio neoliberal anglosajón, en un papel secundario de simple organismo no gubernamental dedicado al manejo de las variables demográficas como las migraciones, comunidades originarias, autodefensas, secesionismo y balcanización.