Traducido por el equipo de Sott.net en español.
"Creo que me estoy volviendo loco", le dijo Julian Assange a John Pilger en la prisión de Belmarsh. "No, no te estás volviendo loco", respondió Pilger. "Mira cómo los asustas; lo poderoso que eres."
Assange
Salí al amanecer. La prisión Belmarsh de Su Majestad se encuentra en el interior llano del sureste de Londres, una cinta de paredes y alambres sin horizonte. En lo que se llama el centro de visitantes, entregué mi pasaporte, billetera, tarjetas de crédito, tarjetas médicas, dinero, teléfono, llaves, peine, bolígrafo, papel.

Necesito dos pares de gafas. Tuve que elegir qué par abandonar. Dejé mis gafas de lectura. De aquí en adelante, yo no podría leer, así como Julián no pudo leer durante las primeras semanas de su encarcelamiento. Le enviaron sus gafas, pero inexplicablemente llevó meses para que llegaran.

En el centro de visitantes hay grandes pantallas de televisión. Parece que la televisión siempre está encendida y el volumen alto. Los espectáculos de juegos, comerciales de coches y pizzas y paquetes funerarios, incluso charlas de TED, parecen perfectos para una prisión: como un valium visual.

Me uní a una cola de personas tristes y ansiosas, en su mayoría mujeres y niños pobres, y abuelas. En el primer escritorio, me tomaron las huellas dactilares, si esas siguen siendo las palabras para las pruebas biométricas.

"¡Ambas manos, presiona hacia abajo!" Me dijeron. Un archivo acerca de mí apareció en la pantalla.

Ahora podría cruzar a la puerta principal, que está situada en las paredes de la prisión. La última vez que fui a Belmarsh a ver a Julian, llovía mucho. Mi paraguas no estaba permitido más allá del centro de visitantes. Tenía la opción de empaparme, o correr como el demonio. Las abuelas tienen la misma opción.

En el segundo escritorio, una funcionaria detrás de la alambrada dijo: "¿Qué es eso?"

"Mi reloj", respondí con culpa.

"Llévalo de vuelta", dijo.

Así que volví corriendo a través de la lluvia, regresando justo a tiempo para ser probado biométricamente de nuevo. A esto le siguió un escáner de cuerpo entero y un registro corporal completo. Plantas de los pies; boca abierta.

En cada parada, nuestro silencioso y obediente grupo se arrastraba hacia lo que se conoce como un espacio sellado, apretado detrás de una línea amarilla. Lástima por los claustrofóbicos; una mujer apretó los ojos.

"¡Pónganse detrás de la línea amarilla!", dijo una voz sin cuerpo.

Luego nos ordenaron que fuéramos a otra zona de espera, de nuevo con puertas de hierro que se cerraban ruidosamente delante y detrás de nosotros.

Otra puerta electrónica se abrió parcialmente; dudamos sabiamente. Se estremeció, se cerró y volvió a abrirse. Otra zona de espera, otro escritorio, otro coro de, "¡Muestra tu dedo!"

Luego estuvimos en una larga habitación con cuadros en el piso donde nos dijeron que nos paráramos, uno a la vez. Dos hombres con perros rastreadores llegaron y trabajaron sobre nosotros, por delante y por detrás.

Los perros olfatearon nuestros culos y babearon mi mano. Luego se abrieron más puertas, con una nueva orden de "¡muestra la muñeca!"

Una marca de láser era nuestro boleto para entrar en una gran sala, donde los prisioneros estaban sentados esperando en silencio, frente a sillas vacías. Al otro lado de la habitación estaba Julian, con un brazalete amarillo sobre la ropa de la prisión.

Como cautivo en prisión preventiva tiene derecho a vestir su propia ropa, pero cuando los rufianes lo sacaron de la embajada ecuatoriana el pasado mes de abril, le impidieron traer una pequeña bolsa de pertenencias. Su ropa le llegaría, dijeron, pero como sus gafas de lectura, se perdieron misteriosamente.

Durante 22 horas al día, Julian está confinado en la "asistencia de salud". No es realmente un hospital de la prisión, sino un lugar donde se le puede aislar, medicar y espiar. Lo espían cada 30 minutos: miradas a través de la puerta. A esto lo llaman "vigilancia contra el suicidio".

En las celdas contiguas hay asesinos convictos, y más adelante hay un enfermo mental que grita toda la noche. "Este es el que voló sobre el nido del cuco", dijo. "Terapia" es un juego ocasional de Monopoly. Su única reunión social asegurada es el servicio semanal en la capilla. El sacerdote, un hombre amable, se ha convertido en un amigo. El otro día, un prisionero fue atacado en la capilla; un puño le golpeó la cabeza por detrás mientras se cantaban los himnos.

Cuando nos saludamos, puedo sentir sus costillas. Su brazo no tiene músculo. Ha perdido entre 10 y 15 kilos desde abril. Cuando lo vi por primera vez aquí en mayo, lo más chocante fue lo mucho más viejo que se veía.

"Creo que me estoy volviendo loco", dijo entonces.

Le dije: "No, no te estás volviendo loco. Mira cómo los asustas; lo poderoso que eres". El intelecto, la resistencia y el agudo sentido del humor de Julian -todos estos razgos desconocidos para los maleantes que lo difaman- lo están protegiendo, creo yo. Está malherido, pero no se está volviendo loco.

Hablamos con su mano sobre su boca para no ser escuchados. Hay cámaras encima de nosotros. En la embajada ecuatoriana solíamos charlar escribiéndonos notas y protegiéndonos de las cámaras de arriba. Dondequiera que esté el Gran Hermano, él está claramente asustado.

En las paredes hay consignas que exhortan a los presos a "seguir adelante" y a "ser felices, tener esperanza y reírse a menudo".

El único ejercicio que hace es en una pequeña parcela de asfalto, dominada por altas paredes con más consejos de alegría y aplausos para disfrutar de "las briznas de hierba bajo tus pies". No hay hierba.

Todavía se le niega un ordenador portátil y un programa informático para preparar su caso contra la extradición. Todavía no puede llamar a su abogado estadounidense ni a su familia en Australia.

La incesante mezquindad de Belmarsh se te pega como el sudor. Si te inclinas demasiado cerca del prisionero, un guardia te dice que te sientes. Si quitas la tapa de la taza de café, un guardia te ordena que la vuelvas a poner. Se te permite traer 10 libras esterlinas para gastar en un pequeño café dirigido por voluntarios. "Me gustaría algo saludable", dijo Julian, quien devoró un sándwich.

Al otro lado de la sala, un preso y una mujer que lo visitaba se peleaban: lo que podría llamarse una "doméstica". Un guardia intervino y el prisionero le dijo que "se fuera a la mierda".

Esta fue la señal para un pelotón de guardias, en su mayoría hombres y mujeres grandes y con sobrepeso, ansiosos por abalanzarse sobre él y sostenerlo en el suelo, para luego arrastrarlo a la fuerza. Una sensación de violenta satisfacción se sentía en el aire rancio.

Ahora los guardias nos gritaron al resto de nosotros que era hora de irnos. Con las mujeres, los niños y las abuelas, comencé el largo viaje a través del laberinto de áreas selladas, líneas amarillas y paradas biométricas hasta la puerta principal. Cuando salí de la sala de visitas, miré hacia atrás, como siempre hago. Julian estaba sentado solo, con el puño cerrado y en alto.

Este artículo se basa en un discurso que John Pilger pronunció en una conferencia sobre Julian Assange en Londres el jueves por la noche después de haber visitado Assange a primera hora del día.
Sobre el autor

John Pilger es un periodista y cineasta australiano-británico radicado en Londres. El sitio web de Pilger es johnpilger.com. En 2017, la Biblioteca Británica anunció un Archivo John Pilger de toda su obra escrita y filmada. El British Film Institute incluye su película de 1979, Year Zero: the Silent Death of Cambodia, entre los 10 documentales más importantes del siglo XX. Algunas de sus contribuciones anteriores para Consortium News se pueden encontrar aquí.