He aquí un enigma: ¿cómo pudo la evolución favorecer una actividad tan costosa, frívola y divertida como el juego animal?
En Cheshire, un zorro está a punto de abalanzarse sobre su pareja cuando un tejón irrumpe de un arbusto. El tejón empieza a perseguir al zorro, que se aleja dando saltos hasta que finalmente se distancia. Entonces, de repente, el zorro da media vuelta, se acerca cautelosamente y salta de lado, encarándose con el tejón de frente. Con la espalda arqueada y la cabeza gacha, se detiene y se queda quieto. Tras una pausa, el tejón reanuda rápidamente la persecución, haciendo que el zorro dé un brinco antes de abalanzarse sobre su compañero y huir juntos.
En Orlando, tres delfines nadan al unísono cuando uno de ellos forma un anillo de burbujas perfecto. Otro se acerca inmediatamente y sopla otro anillo, que se funde con el primero para crear un aro más grande. El tercer delfín parece intentar atravesarlo, completando su improvisada coreografía.
Los animales suelen participar en juegos, desde los más espectaculares a los más sutiles. Las hienas simulan peleas, los gatos giran en círculos persiguiéndose la cola, los pulpos juegan a empujar y tirar de botellas, los perros entierran palos para desenterrarlos instantes después... Incluso se han visto osos polares jugando con perros, cogiéndolos en lo que parece un abrazo, revolcándose en la nieve y dejando que los perros les mordisqueen suavemente los labios. Estas escenas nos hacen sonreír de placer. Pero, ¿eso es todo?
El juego animal puede parecer trivial, incluso irrisorio. Definido a menudo como una actividad intrínsecamente gratificante, pero que no ofrece beneficios inmediatos para la supervivencia, su mera existencia es desconcertante. Aunque desde hace tiempo se cree que el juego sirve para ensayar comportamientos adultos, algunos estudios sugieren que podría no ser crucial para su desarrollo. Del mismo modo, aunque algunos estudiosos proponen que el juego permite a los animales gastar recursos sobrantes (tiempo, energía, actividad neuronal), lo que podría explicar la prominencia del juego en los animales de compañía, esto no explica su presencia generalizada en las especies salvajes. El juego nos desafía por su aparente falta de necesidad biológica.
Mientras escribía estos párrafos, mi gata Albertine se acercó a mi perro Pippo y se levantó lentamente sobre sus patas traseras, moviendo la cola mientras mostraba sus patas delanteras. Tras quedarse inmóvil unos segundos, empezó a darle golpecitos frenéticos en los labios. Inmediatamente después, al ver una mota de polvo volando a su alrededor, saltó sobre la mesa, desparramando mis bolígrafos con un estruendo atronador, e inmediatamente después saltó sobre mi hombro, aferrándose como a un árbol, antes de saltar para meterse debajo del sofá, gruñendo. Al observarla, no puedo evitar sospechar, como Michel de Montaigne hizo con su propio gato, que puede estar jugando conmigo (y con nosotros) mucho más de lo que yo estoy jugando con ella. Y hay algo sorprendente, incluso inquietante, en esta idea. Porque, a través de su juego, los animales revelan un yo interior al que no podemos acceder, un yo que nos apresuramos a descartar como vacío o puramente sensorial, infinitamente más limitado que el nuestro. Ya sean filogenéticamente cercanos a nosotros o muy distantes (sobre todo cuando son distantes), imaginamos a los animales como prisioneros de sus instintos, centrados únicamente en la supervivencia. Sin embargo, el juego ofrece al espectador algo más que su deliciosa exuberancia: revela una libertad y una creatividad únicas de los animales, que intrigaron a Montaigne y nos desafían a reconsiderar nuestras suposiciones.
Volvamos a Albertine. Justo antes de abofetear a Pippo, se levantó y movió la cola. Cuando mueven la cola, los gatos (a diferencia de los perros) no suelen expresar excitación o placer, sino fastidio. Sin embargo, cuando Albertine interactúa con Pippo, este comportamiento casi siempre precede al juego. Parece actuar como un código, señalando la naturaleza lúdica de lo que se avecina. Hoy, inmediatamente después, Albertine golpeó a Pippo sin usar sus garras, tocándole no los ojos o la nariz, como haría en una pelea real, sino los labios. Las palmadas no le hicieron daño. El aparente comportamiento agonístico se desviaba de su función habitual: el objetivo no era herir, sino imitar una pelea que no era real. Pippo "colaboró" abriendo la boca, con los colmillos a 5 cm del cráneo, pero sin morder. Entonces Albertine empezó a perseguir el polvo como si fuera una presa, pero esto también era teatral. Sus saltos extravagantes nunca le permitirían pasar desapercibida ante una presa real. Se trataba de fingir.
A través de sus actividades energéticamente costosas, aunque ciertamente inútiles, Albertine diseñó un escenario alejado de su realidad presente: se movía por un mundo simulado. Esta actividad lúdica no tenía ninguna función evidente. Albertine parecía realizarla porque sí: parecía placentera. El juego desafía nuestros prejuicios filosóficos y biológicos. Desde el punto de vista filosófico, se suele considerar que los animales son sensibles, incluso inteligentes, pero cuya inteligencia está enteramente dedicada a la supervivencia. Este punto de vista, aún dominante, coincide con la afirmación del psicólogo Frederik Jacobus Johannes Buytendijk en 1942, que distinguía a los humanos de los animales: "Los humanos no viven inequívocamente en un mundo inequívoco, a diferencia de los animales".
Se supone que los animales están atrapados en relaciones inequívocas y puramente utilitarias con el mundo. Desde una perspectiva biológica, especialmente dentro de la teoría evolutiva, el enfoque tradicional concibe a los organismos no humanos como máquinas programadas genéticamente, cuyos comportamientos han sido totalmente moldeados por la selección natural para servir a funciones específicas. El juego, sin embargo, trastoca ambos supuestos. En el juego, los animales utilizan objetos y situaciones reales para crear otros ficticios. Por otro, esta actividad destaca por su aparente inutilidad a corto plazo e incluso por sus peligros potenciales, ya que la conspicuidad de los movimientos lúdicos expone a los animales a los depredadores. Sorprendentemente, 22 de las 26 crías de foca que murieron durante la observación del biólogo Robert Harcourt fueron atacadas por leones marinos mientras jugaban. Este ejemplo refuta la afirmación de que el juego, como el de Pippo y Albertine, se limita a los animales domésticos, protegidos de las presiones naturales y "distorsionados" por la influencia humana.
El juego está muy extendido entre los animales, tanto domésticos como salvajes, en una amplia gama de especies. Varios biólogos (entre ellos Marc Bekoff, Gordon M Burghardt, John A Byers, Robert Fagen y Paul Martin) han propuesto criterios para identificar el juego. En resumen:
- El juego carece de beneficios aparentes a corto plazo.
- Es una actividad que los animales buscan por sí misma (parece placentera).
- Implica patrones motores de contextos funcionales "serios" utilizados en formas modificadas (por ejemplo, exageración, automanipulación) y secuenciación temporal alterada.
- Debido a su inutilidad, el juego se produce cuando el animal se siente (con razón o sin ella) seguro y libre de estrés.
¿Cómo entender la omnipresencia de esta actividad aparentemente inútil? Para empezar, tenemos que replantearnos nuestros supuestos y considerar que los animales pueden ser capaces de fingir y, por tanto, de una forma de creatividad. El uso de señales lúdicas, como el gesto de Albertina para advertir a Pippo de la falsedad de su ataque, es común en todas las especies y, como en su caso, incluso entre especies (por ejemplo, entre perros y caballos). Estas señales son metacomunicativas: informan al otro de que la situación no es más que un fingimiento. Gracias a ellas, sabemos que los animales construyen activamente estas situaciones simuladas en lugar de dejarse engañar por la ilusión o el error. De ahí que el juego también nos invite a reconocer que el comportamiento animal puede no estar totalmente dictado por la lucha por la existencia y el afán de optimización, es decir, por maximizar los recursos minimizando el gasto energético.
Si aceptamos este cambio de percepción y revisitamos el juego de Albertine, nos daremos cuenta de algo más. Albertine no sólo era creativa a la hora de crear su escenario, sino también en su comportamiento. Sus acciones eran exageradas y versátiles: saltaba alto, aterrizaba sobre la mesa con un derrape tan teatral que los objetos se esparcían por el suelo; pasaba sin problemas de las secuencias de combate a las de caza. Albertine parecía utilizar este escenario ficticio, lleno de giros y sorpresas, para explorar su flexibilidad conductual.
Por eso, algunos investigadores plantean la hipótesis de que la prevalencia del juego en muchas especies domésticas y salvajes, a pesar de su aparente frivolidad, puede explicarse no (tanto) por su papel en el entrenamiento de comportamientos típicos, sino más bien por su función de fomento de la flexibilidad. El juego ofrece a los animales la oportunidad de probar nuevos comportamientos que más tarde podrían resultar útiles en contextos funcionales. El juego, sugieren, prepara a los animales para realizar acciones novedosas en circunstancias inesperadas. De hecho, es adecuado para este tipo de entrenamiento, ya que suspende la relación práctica habitual con el mundo. Liberados de los imperativos de la realidad, los animales no reaccionan únicamente a los estímulos ambientales, sino que los utilizan para investigar nuevas relaciones potenciales con su entorno.
En el juego, los animales pueden experimentar comportamientos que podrían ser ineficaces o peligrosos en situaciones reales, pero sin correr riesgos reales. De hecho, la situación lúdica es sólo un simulacro, mientras que las circunstancias de la vida real son (o al menos se perciben como) seguras; de lo contrario, los animales no jugarían. Esto puede explicar el aspecto a veces sobredramático del comportamiento lúdico: los animales parecen estar probando cosas nuevas, explorando posibilidades. De hecho, el juego combina lo que la teoría computacional identifica como los tres procesos de la creación:
- Exploración de un marco existente, como una secuencia motora, para descubrir su potencial y sus límites.
- Crear una nueva combinación de elementos.
- Transformar el espacio de posibilidades, alterando, añadiendo o eliminando elementos dentro de la secuencia.
Este distanciamiento de la realidad y la exploración de la flexibilidad del comportamiento se dan en todos los tipos de juego, pero son especialmente notables en el juego interespecies. Cuando Albertine juega con Pippo, transforma el significado habitual de sus movimientos en códigos compartidos. El movimiento de su cola ya no es un signo de irritación, sino que indica el comienzo de un juego, una señal que su compañero canino, que mueve la cola con excitación, puede interpretar fácilmente. Estos cambios de significado son esenciales debido a las diferencias de comportamiento entre las dos especies. Para jugar juntos, animales de especies distintas deben inventar códigos compartidos. Barbara Smuts, primatóloga famosa por sus investigaciones sobre los babuinos, también describió las interacciones lúdicas entre su perro Safi y el burro de su vecino, Wister. Para iniciar y mantener el juego a pesar de sus diferencias morfológicas y comunicativas, Wister y Safi crearon sus propias señales compartidas.
El juego entre especies se basa en la capacidad de flexibilidad recíproca de los animales y, al hacerlo, la pone de manifiesto. Esta flexibilidad no se limita a los animales domésticos. En la naturaleza se han observado juegos entre zorros y tejones, nutrias y caimanes, babuinos y chacales, cuervos y lobos e incluso, como ya se ha dicho, perros y osos polares. Sorprendentemente, algunas de estas especies están implicadas, en la "vida real", en relaciones depredadoras, que siempre amenazan con aflorar durante el juego. Sin embargo, el juego detiene esta amenaza, sobre todo mediante la autoasistencia y la inversión de roles. Los osos polares, por ejemplo, rodarán sobre su espalda, exponiendo su abdomen, como si se sometieran a los perros. Los depredadores reales se colocan ficticiamente en una posición de subordinación, distanciando la verdadera relación depredadora.
El juego entre especies implica, pues, la modificación de comportamientos existentes y, a veces, incluso la creación de otros nuevos. Wister, por ejemplo, empezó a imitar a Safi cogiendo palos. Del mismo modo, los cuervos inventan secuencias motrices para jugar con las crías de lobo. La relación entre cuervos y lobos es un mutualismo bien conocido: los cuervos siguen a los lobos para acceder a los cadáveres de forma más eficiente, mientras que los lobos se benefician de las alertas de los cuervos tanto sobre presas potenciales como sobre depredadores. Sin embargo, esta relación, aunque muy extendida, no se desarrolla automáticamente cada vez que cohabitan las dos especies. Parece basarse en vínculos establecidos durante la etapa juvenil, sobre todo a través del juego. En el Parque Nacional de Yellowstone, por ejemplo, algunos cuervos han inventado un juego en el que cogen palos, los atrapan con sus garras y vuelan en círculos por encima de las crías de lobo, incitándolas a saltar para atraparlos.
Pero, ¿no son estas descripciones antropomórficas? ¿Cómo podemos estar seguros de que los animales juegan o inventan de verdad?
Por lo que respecta al juego, los criterios expuestos anteriormente son operativos y nos ayudan a identificarlo en todas las especies. Algunos podrían argumentar que los comportamientos aquí descritos se parecen poco al juego humano. Sin embargo, el juego humano adopta muchas formas, desde el juego de fantasía de los niños (que no dista mucho de algunos juegos con animales) hasta el ajedrez, los juegos bruscos o el fútbol, y todas ellas se ajustan a la definición propuesta a pesar de sus diferencias. Se podría objetar que esta definición carece de ciertas características, como reglas explícitas. Sin embargo, las reglas no siempre están presentes, especialmente en el juego de los niños. Sobre todo, suponer que el juego es exclusivo de los humanos y que su definición debería excluir a los animales no humanos no está más justificado que suponer que es universal para todas las especies y adaptar una definición en consecuencia. Los criterios desarrollados por los biólogos del juego logran un equilibrio: son lo bastante amplios como para permitir la comparación entre especies, pero lo bastante estrechos como para distinguir el juego de comportamientos estrechamente relacionados, como la exploración.
La cuestión de la inventiva es similar. Dependiendo de la definición, podemos restringir la inventiva a los seres humanos (o a unas pocas especies filogenéticamente próximas) vinculándola a procesos cognitivos específicos, o adoptar un marco más inclusivo que permita realizar estudios comparativos. En este último caso, la definición debe ser lo bastante precisa como para distinguir las invenciones de otros comportamientos (también en los humanos), pero lo bastante exhaustiva como para abarcar varias especies diferentes (incluidas las no humanas). Por tanto, debe basarse menos en la presunta intencionalidad o en mecanismos neuronales que en la relación entre el comportamiento estudiado y el repertorio típico del individuo y su grupo.
Así pues, una invención podría definirse como un comportamiento fuera del repertorio habitual del animal y no aprendido de otros, es decir, inédito, al menos para ese individuo y su grupo social (de hecho, las invenciones pueden surgir en grupos diferentes, del mismo modo que René Descartes y Christiaan Huygens desarrollaron de forma independiente una lente para evitar las aberraciones esféricas, Gottfried Wilhelm Leibniz e Isaac Newton el cálculo infinitesimal, Charles Darwin y Alfred Russel Wallace la teoría de la evolución). La invención se caracteriza por la imprevisibilidad, a menudo marcada por la sorpresa del investigador, un rasgo distintivo que requiere un cuidadoso control de los sesgos subjetivos mediante un conocimiento preciso de los individuos observados y sus comportamientos habituales. Esto es lo que hace tan valiosa la observación aparentemente anecdótica de Smuts: sus conocimientos etológicos y su familiaridad con Safi y Wister garantizaban que los comportamientos que identificaba como nuevos eran realmente invenciones. La invención en humanos no requiere criterios adicionales: simplemente implica crear algo nuevo. Se podría argumentar que una invención debe resultar útil y ser adoptada por otros, pero en este caso hablamos más bien de una innovación (una distinción que también se aplica en la literatura sobre comportamiento animal).
Además de la cuestión del antropomorfismo, hay otra, quizá más decisiva: ¿por qué debería importarnos? Hay que reconocer que el juego de los animales puede no ser tan insignificante como se pensaba y revela capacidades de las que creíamos que carecían. Pero, ¿por qué debería importarnos? Por un lado, cuestiona nuestro sentido de la excepcionalidad humana: ni el juego ni la invención son exclusivos de nosotros. Para saber qué es lo que nos distingue de los demás animales, si es que hay algo que nos distinga de ellos, quizá tengamos que mirar a otra parte: quizás a nuestra cultura acumulativa, que no sólo amplía nuestro repertorio (como en los animales), sino que también refina y complejiza nuestras innovaciones a lo largo de las generaciones. Por otra parte, nos anima a prestar atención a comportamientos que de otro modo podríamos descartar por frívolos o desconcertantes. En Animal Play Behavior (Comportamiento lúdico animal) (1981), Fagen describe el juego como "irritante", no por su "incoherencia perceptiva como tal", sino porque "el juego se burla de nosotros con su inaccesibilidad. Sentimos que hay algo detrás de todo, pero no sabemos, o hemos olvidado, cómo verlo". Luchamos por dar sentido al juego porque se resiste a nuestros marcos teóricos, obligándonos a reevaluar los supuestos utilitaristas que los sustentan.
Puede que incluso nos obligue a modificar nuestra teoría de la evolución. En efecto, el juego revela que los animales pueden desarrollar nuevos comportamientos y, por tanto, nuevas relaciones con su entorno, algunas de las cuales podrían ser efectos secundarios beneficiosos no intencionados del juego. Esto también significa que los animales pueden influir en las presiones selectivas que se ejercen sobre ellos. Por ejemplo, mediante el juego inventivo, cuervos y lobos forjan vínculos duraderos que facilitan su acceso a los recursos y mejoran sus posibilidades de supervivencia y reproducción. Muchos ejemplos sugieren que las innovaciones animales favorecen la adaptación. Un caso sorprendente es el de los cernícalos de Mauricio, que sobrevivieron a la llegada de los macacos (que derriban sistemáticamente sus nidos de los árboles) inventando un método para anidar en los acantilados. Como ya subrayó Darwin (algo que la teoría evolutiva "ortodoxa", basada en algoritmos de optimización, parece haber olvidado), la lucha por la existencia, que impulsa la selección natural, no es otra cosa que la forma en que los organismos interactúan con su entorno y con los demás. Una variante genética carece de valor a menos que beneficie las interacciones de un organismo con su entorno. Por consiguiente, cuando un animal inventa un comportamiento que resulta útil, cambia la forma en que se ve afectado por las presiones del entorno. Y, si el comportamiento se extiende, contribuyendo a la cultura de la población, puede incluso remodelar las presiones selectivas para las generaciones futuras, transformando las trayectorias evolutivas.
Estudios recientes han puesto de relieve la relación entre las innovaciones animales y el cambio evolutivo. Un caso bien documentado es el de los cantos de los pájaros. En muchas especies de aves, los cantos se aprenden y forman parte de su patrimonio cultural local. En otras palabras, se han inventado, y cada población tiene sus propios patrones de canto. Y cuanto mayor es la diferencia entre los cantos, más difícil les resulta a los machos de una población aparearse con las hembras de otra, ya que no conocen el "dialecto" local. De hecho, las poblaciones con dialectos diferentes también parecen constituir subespecies genéticas distintas, lo que apunta a un proceso de especiación desencadenado, o al menos acelerado, por la diversidad cultural.
Otro ejemplo es el de las ratas negras, que desarrollaron una técnica para abrir piñas. Esta innovación les dio acceso a un nuevo recurso y les permitió invadir los bosques cercanos. Es razonable suponer que, con el paso de las generaciones, este cambio ambiental hará que estas ratas evolucionen de forma diferente a sus congéneres urbanas, ya que ahora se enfrentan a presiones selectivas distintas, un cambio iniciado por su invención de las piñas. Además, la adquisición de esta nueva técnica impone un coste a las ratas, pues les exige el esfuerzo de inventar o aprender. Esto significa que, si surgiera una variante genética en la población que hiciera que el comportamiento fuera más fácil de desarrollar y menos costoso de adquirir, probablemente sería seleccionada: los individuos portadores de la variante dejarían más descendencia que la heredara. Por tanto, las innovaciones pueden alterar las presiones selectivas y, si surgen las variaciones genéticas adecuadas, impulsar el cambio evolutivo, un proceso conocido como efecto Baldwin.
Si la invención favorece la adaptación de los animales a las nuevas condiciones y, en algunos casos, permite el cambio evolutivo, y si el juego revela su capacidad de invención (e incluso parece ser la actividad por excelencia a través de la cual los animales desarrollan su inventiva), ¿deberíamos ir más allá y preguntarnos: podrían ser también las especies más juguetonas las más capaces de hacer frente a los retos ecológicos? ¿Podría el propio juego impulsar a veces la adaptación y la evolución? Algunos investigadores han propuesto esta hipótesis, pero por ahora carece de pruebas empíricas, o mejor dicho, de investigación empírica. Es casi como si la hipótesis fuera demasiado seductora para la seriedad de la investigación científica, como si los científicos prefirieran ocultar el hecho de que su investigación está impulsada menos por la perspectiva de soluciones útiles que por el puro placer del descubrimiento.
La exploración y posible corroboración de esta hipótesis podría, no obstante, ofrecer un atisbo de otra forma de vivir con otros animales, no basada en la jerarquía o la explotación, sino en relaciones lúdicas. Como Pippo y Albertine, Safi y Wister, cuervos y lobos, tal vez podríamos crear con otras especies las condiciones de un mundo compartido. No se trataría de simular actividades compartidas, como en el juego típico, sino de extraer del juego interespecífico el esfuerzo por comprender a otras especies, un esfuerzo que podría fomentar colaboraciones reales, o al menos realizables porque son deseables.
Comentario: Aunque la autora está claramente en el campo darwinista, plantea algunas cuestiones interesantes sobre la inteligencia animal, y la necesidad de ampliar la lente limitada con la que tendemos a verla.
Otro famoso ejemplo de juego animal de 2015. No parece haber ninguna motivación excepto el disfrute de la experiencia, El pájaro es incluso capaz de distinguir el mejor lugar para deslizarse: