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Es de perogrullo: las revoluciones, por cierto extremadamente escasas, apenas una docena en más de dos mil años, se clasifican no por el régimen que derrotan sino por aquel a cuya instauración conducen. Por las dudas: en Egipto no ha ocurrido revolución alguna sino que ha sido derrocado un gobierno impopular; tampoco Nasser lideró una revolución.

Lo ocurrido en la tierra de los faraones es un ajuste político que, aunque deja intacta la estructura de poder, puede tener profundas repercusiones funcionales de carácter política, económico y sociales para el mundo árabe y África del Norte; no obstante, en el aspecto político no debe esperarse más de lo alcanzado; excepto un inevitable efecto dominó e intensas pugnas internas entre islamización y democratización que, en esos entornos geográficos significa laicismo y occidentalización. Quienes buscan en los eventos recientes perfiles clasistas e ideológicos para rellenar envejecidos esquemas, pierden el tiempo: no los hay.

Por razones conocidas, no atribuibles a fenómenos culturales, en el Medio Oriente y África del Norte no están presentes las corrientes políticas tradicionales; no existen allí grandes partidos de masas, nunca hubo socialdemócratas ni socialcristianos y los comunistas fueron duramente golpeados por colonialistas, dictadores y nacionalistas. Allí las fuerzas políticas mejor posicionadas son el ejército y las organizaciones islámicas: Hermanos Musulmanes, Talibán, Hamas y Hezbolá.

En Tunez y Egipto, primeras paradas del actual proceso de reajuste, ninguna de aquellas fuerzas parece contar con alguna figura acreditada con suficiente arraigo y consenso nacional (e internacional, que también cuenta) como para encabezar países con fuerte tradición de liderazgos individuales y estructuras presidenciales; en los cuales: Nasser, Habib Burguiba, Ben Alí y Mubarak llenan casi 60 años de historia.

Obviamente los egipcios que protagonizaron las revueltas no lo hicieron para entregar el poder a una "Junta Militar", aunque como eslabón de transito resulte aceptable, sino para abrir el país a elecciones competitivas que permitirán a la sociedad escoger los liderazgos con los cuales aspiran a abordar los grandes problemas nacionales: democratización, lucha contra la pobreza, progreso, apertura y modernización. Inevitablemente los compañeros de viaje y el oportunismo y la demagogia reclamaran sus espacios.

La primera demanda son elecciones libres, cosa que deberá asegurar la Junta Militar en cuyo seno no hay nada parecido a Nasser, sino viejos jerarcas comprometidos con el régimen depuesto y dependientes de la millonaria asistencia económica y militar norteamericana que, siguiendo la pauta estratégica visible pudiera mantenerse al margen de la competencia electoral y actuar más como árbitro que como protagonista.

Naturalmente habrá que esperar para ver hacía donde apuntan las primeras medidas de la Junta, en lo cual la actitud ante Israel (con el que existe un tratado de paz) y hacía Palestina, operan como un parteaguas y a una individualización de los liderazgos políticos para conocer a las figuras que en el futuro participarán en la contienda política.

Nadie debe esperar rupturas dramáticas y, excepto que los Hermanos Musulmanes se hagan con el poder, aunque el gobierno que se instaure tenga un perfil nacionalista y una retorica modernizadora; no es probable la ruptura con Israel que llevaría a la confrontación con Estados Unidos y tampoco a un entendimiento con Hamas. De la capacidad para el equilibrio político de las nuevas autoridades dependerá la estabilidad de Egipto y sus oportunidades para integrarse a los aires globalizadores.

Con la liberalización del mundo árabe Estados Unidos y occidente ganan, Israel adquiere mayor seguridad e incluso, aunque cooptado, los palestinos pudieran tener un Estado; a eso llaman en Washington una tormenta perfecta. En la era global lo importante no es el saqueo ni la ocupación, sino los mercados y la hegemonía.

Seguramente las élites y las camarillas gobernantes en los países árabes y norafricanos, maniobrarán para introducir reformas y realizar cambios de mandos que, si bien no impedirán el efecto dominó, intentarán administrarlo para que no desborde los límites. De modo más o menos abierto, Washington, Paris, Londres y otras fuerzas entre las que no debiera excluirse a Rusia, tratarán de enrutar y conducir esos procesos.

El desafío para la política norteamericana es cómo estimular la occidentalización de esos países, sin traspasar límites culturales y religiosos objetivamente vigentes (como ocurrió con el sha Reza Pahlevi en Irán) y sin destapar la olla del auge del fundamentalismo islámico. La apuesta de Ahmadineyad de un Medio Oriente dominado por regímenes teocráticos aterroriza a norteamericanos, israelíes y europeos, para quienes incluso Turquía, donde desde hace más de ochenta años existe un régimen laico y un sistema político pluripartidista, es inelegible para ingresar a la Unión Europea por su condición de país musulmán.

Si bien algunos autores lo han dramatizado y los ex presidentes George W. Bush y Aznar, entre otros lo manipularon, el conflicto entre las civilizaciones no es una invención; testigo de excepción fueron las Cruzadas, el Reino Latino de Jerusalén, las victorias y las derrotas de Saladino y las degollinas de parte y parte. No debe olvidarse que los europeos colonizaron las tierras árabes después de que el Islam conquistó a España, la gobernó por seis siglos y sus huestes penetraron hasta el corazón de la Cristiandad y estaban en Poitiers, en las profundidades de Francia cuando fueron contenidas.

Una de las grandes tareas de los estadistas del presente, es resolver las cuestiones objetivamente pendientes, crear situaciones de avenencia e impedir que a los viejos rencores se sumen otros o que la historia y la fe sean manipuladas en función de intereses ilegítimos. De todas formas hay camino por andar. Allá nos vemos.