Hacía días que sentía la necesidad de escribir este artículo. Por pura honestidad intelectual, debo advertir al lector de que guardo por Robert Kennedy Jr. una gran simpatía y un enorme respeto, lo que quizás me prive de la distancia debida para un análisis objetivo. Espero que el lector sepa perdonarme. Sin embargo, no puedo evitar recordar aquella frase de Federico Luppi, en el célebre film de Adolfo Aristarain "Martín Hache" (1997), cuando decía aquello de que "objetivos son los objetos", en contraposición a los sujetos, que son por naturaleza subjetivos. No puedo (ni quiero) ser objetivo con Kennedy, porque su trabajo incansable al frente de Children´s Health Defense significó para mí uno de los contadísimos resquicios de racionalidad durante el terror pandémico. Una tabla flotando en el agua gélida de un océano de incertidumbre, a la que asirse tras el naufragio del barco al que solíamos llamar estado de derecho. A Kennedy le debo los datos que mis intuiciones necesitaban para convertirse en acciones. No fue el único, claro está, pero sí uno de los referentes más importantes para mí, junto con Jay Bhattacharya, hoy a punto de tomar posesión como nuevo director del Instituto Nacional de Salud de EEUU. Tuve el privilegio de poder entrevistar a Jay, en aquellos tiempos en que los guardianes de la ciencia proponían "una demolición devastadora" por todos los medios posibles de los postulados de la declaración Great Barrington, un manifiesto que suponía una enmienda a la totalidad de las medidas de coerción impuestas durante los oscuros días de la pandemia.
Pero los vientos cambian, y con ellos, las veletas que señalan su nueva dirección. En aquellos días inciertos, previos a la toma de posesión de Donald Trump, el posmoprogre cientifista asistía con desazón indisimulado a la "demolición devastadora" del fortín cancelatorio en el que se amparaban, ese mostrenco mediático de Poynter creado al calor del capitalismo de la vigilancia, que disfrazaba de ciencia de la buena lo que no era más que propaganda, legitimando toda clase de veleidades totalitarias de propios y extraños. Ya no es trendy censurar, "amigues", o al menos no tan abiertamente como se venía haciendo. Por ello Mark Zuckerberg ha anunciado su intención de dejar de pagar servicios de verificación de hechos, alineándose con Elon Musk, en una evidente búsqueda del favor de la administración entrante. A la fiesta de la redención se suma también Alphabet, no sin una cierta dosis de cinismo. En su comunicado de reciente publicación, afirman no haber hecho nunca uso de estos servicios de verificación, apartándose del contubernio de Poynter al grito de "contigo no, bicho", así como su intención de incumplir la infausta Ley Europea de Servicios Digitales. Tales aseveraciones, por cierto, no soportarían una verificación de hechos de esas de las que dicen no haber hecho uso, ya que una mera visita sucinta por la lista de donantes de Poynter o de cualquiera de sus filiales, permite entender el importante papel que han jugado Google o Youtube en la eliminación y ocultación de información veraz. Sin necesidad de acudir a ejemplos ajenos, la misma creación de Grupo de Control - nuestro programa semanal de entrevistas y análisis que publicamos en Diario16 y en beatalegon.tv - se debe precisamente a la recurrencia con la que nuestros contenidos sobre determinados asuntos, se retiraban de sus plataformas, se desmonetizaban o se acompañaban del estigma de la desinformación.
Tengo razones fundadas para sospechar que esta súbita y renovada entente por la libertad de expresión en Silicon Valley no es más que pura fachada; ya saben, parafraseando a Virgilio, timeo danaos et dona ferentes (temo a los griegos incluso cuando traen regalos). Sea como fuere, el daño ya está infligido, y los díscolos impostados, allí todos juntitos en la ceremonia de investidura. No me refiero sólo al daño derivado de los efectos nocivos de los productos ARNm, ni a la ruina económica que trajeron los confinamientos, ni al impacto social que las medidas pandémicas tuvieron en la psique colectiva. El golpe fulminante que se ha asestado a la verdad como ideal, como principio vertebrador de una sociedad civilizada y cabal - que a menudo sólo parece existir en mi cabeza - parece ser definitivo. Cabría esperar que, tras caer el velo de lo innombrable, científicos y sanitarios se echaran las manos a la cabeza, como ya ocurriese en el pasado en varias ocasiones, al saber de las tropelías cometidas en su nombre y con la complicidad de su ignorancia. Hombres y mujeres de ciencia que, al ver comprometido su buen nombre como sector productivo, saliesen a la palestra a denunciar las prácticas de censura de información científica cierta. Sin embargo, en ambos lados del charco asistimos a la bunkerización de la ciencia. Como si de un niño travieso se tratase, pillada in fraganti cometiendo una fechoría, la ciencia se tapa los oídos ante la evidencia, ya no científica sino forense, amenazando con dejar de respirar si no cesa de inmediato el chorreo de reproches, mientras repite histéricamente consignas que suenan ya a letanía. Ya sabrá el lector que me refiero a los archiconocidos epítetos que tan amablemente nos suelen dedicar a los que buscamos la verdad de los hechos; "antivacunas", "negacionistas", "bebelejías" o "magufos", adjetivos cuya efectividad mengua de manera proporcional a la pérdida de credibilidad del sector, ya lejos de la buena consideración general de la que solía gozar.
En estas últimas semanas he podido leer la opinión de sesudos pediatras lamentándose por el desembarco en el HHS de Robert Kennedy y sus muchachos. ¿Un antivacunas al frente de la Salud Pública en EEUU? Eso no puede tolerarse. Las vacunas son el Santo Grial, la quintaesencia del desarrollo biomédico. No se puede tomar el nombre "vacuna" en vano, aunque lo que vendan no lo sean en absoluto. Si los pediatras llaman vacuna a los productos génicos de ARNm, estos productos se verán imbuidos de la santidad que confiere su nombre, sin importar que no estén avalados por ningún ejemplo de éxito previo, o que no exista evidencia científica que certifique su seguridad, ni su eficacia, ni por supuesto su pertinencia. Si deciden llamar "vacunas" a las inoculaciones de anticuerpos monoclonales contra el virus sincitial, estos productos pasan a formar parte del elenco de productos sagrados sobre los que no se puede dudar. Y es que los pediatras son muy listos, han estudiado mucho, y han demostrado una notable capacidad para memorizar cantidades asombrosas de nombres impronunciables e ignotos para la gran mayoría de nosotros, profanos en lo que respecta a nuestra salud, y sobre todo, a la de nuestros hijos. A ellos nos encomendamos, Señor. Sin embargo, y sin ánimo de enmendar la plana a la sacrosanta institución pediátrica, y pese a su apabullante formación, la mayoría de ellos parecen desconocer que desarrollan su profesión sobre un conflicto de interés de dimensiones himalayescas, lo que convierte sus "consejos" expertos en pura propaganda - en el mejor de los casos - cuestión esta que quedó elocuentemente ilustrada durante la campaña de inoculación COVID a los niños españoles, donde pudimos ver desfilar a ilustres y mediáticos pediatras - ardo en deseos de dar nombres, pero no lo haré - cambiar su punto de vista de la noche a la mañana sobre la pertinencia de experimentar con los productos ARNm en niños. Tampoco los puedo culpar. Tienen tanto trabajo que no habrán tenido tiempo de cerciorarse sobre si los miembros de la Asociación Española de Pediatría, que hablan y recomiendan productos en su nombre, son independientes de la industria farmacéutica. A los pediatras que todavía sigan leyendo estas líneas, les ahorraré el tedio de bucear en los procelosos portales de "transparencia" de las farmacéuticas. Todos los directivos de la AEP reciben "transferencias de valor" de la industria. Todos y cada uno. Y no es cosa sólo de los pediatras, no. Todos los miembros del Consejo Asesor de Vacunas también.
Tampoco parece que la generalidad de los oncólogos patrios muestre una preocupación por su negociado proporcional al notable incremento del cáncer en los últimos años. Les preocupa más, a juzgar por las intervenciones públicas de los más mediáticos, el desembarco del político antivacunas en la Casa Blanca, por lo que sea. Me jugaría la mano derecha y no la perdería a que si preguntase a cien oncólogos españoles al azar, ninguno sabría decirme el nombre del antecesor de Kennedy en la dirección del HHS. Sin embargo, sobre Kennedy creen saberlo todo. Kennedy es el que quiere prohibir las vacunas, porque es un negacionista de la ciencia. Y hasta ahí llega el análisis. Pocos se habrán parado a leer las propuestas o escuchar los argumentos. El caso es que la posición de Kennedy, como puede suponer el lector, está infinitamente más matizada. Lo que propone Kennedy, a grandes rasgos, es aumentar los controles de seguridad de los medicamentos, prestigiar la depauperada imagen de los reguladores y, por supuesto, acabar con la financiación de todas esas infames investigaciones de ganancia de función, creadas al calor del complejo militar industrial, que evitan la normativa internacional de no proliferación de armas biológicas bajo el falso pretexto de prevenir pandemias que finalmente acaban por provocar.
El caso es que yo, que no soy oncólogo, me levanto cada día con un nuevo estudio que relaciona la contaminación por plásmidos del virus símico SV40 en los productos ARNm contra el COVID de Pfizer y Moderna. Esta cuestión me preocupa singularmente, no por mi propia salud, ya que nunca me inoculé los productos ARNm, sino por la infinidad de familiares, amigos y seres queridos que sí lo han hecho. Mi preocupación no encuentra alivio en los medios de masas. En Grupo de Control, por contra, hemos venido informando puntualmente de los nuevos hallazgos en este sentido, pero ya saben ustedes; como quien clama en el desierto. Represaliados por el algoritmo del señor Google, nuestros programas de puro servicio público nunca podrán aspirar al impacto que tienen las intervenciones televisivas y radiofónicas tácitamente patrocinadas por el cártel farmacéutico. La ciencia tiene estas cosas.
También la élite de la investigación mundial parece haberse levantado en armas contra Kennedy. Hace unas semanas conocimos - con nula sorpresa por mi parte, si me preguntan - una misiva emitida por más de 70 premios Nobel al gobierno entrante, solicitando que se reconsiderase el nombramiento de RFK Jr. como director del HHS, por considerarlo un peligro para el progreso científico. Un texto trufado de juicios de valor y lindezas de todo jaez, como viene siendo habitual, por otro lado. Y es que ponerse a rebatir los planteamientos de Kennedy es más complicado, porque significaría la caída de las caretas. Un observador imparcial y desapasionado acabaría por colegir que los ilustres laureados se oponen, por poner un ejemplo, a que los reguladores regulen. Se ve que se sienten cómodos con el hecho de que su financiación provenga precisamente de la industria a la que deberían fiscalizar. Podría incluso sospecharse que "la ciencia" está a favor de que el cártel farmacéutico legisle en materia de salud pública. A efectos meramente ilustrativos, conviene que el lector conozca que de esa lista de excelentísimos investigadores espantados por la venida del peligroso antivacunas, más de dos tercios firmaron una carta de apoyo a la financiación pública de los proyectos de ganancia de función. Toda una sorpresa para el lector, sin duda. Ya veremos si, con el tiempo, emulan a Silicon Valley cambiando súbitamente de parecer. En cualquier caso, no deberían preocuparse tanto. El entramado de One Health no está pensado para desmontarse alegremente al compás de la diarrea legislativa de Donald Trump. Ya sabrán que hacer con él. Y para muestra, un botón; en su segundo día de mandato, escoltado por Sam Altman y Larry Ellison, a la sazón jerifaltes de Open AI y Oracle respectivamente, el señor Trump nos anunció las inversiones mareantes que su administración amenaza con destinar a ese proyecto de inteligencia artificial y vacunas ARNm contra el cáncer, de nombre Stargate. La de cal y la de arena, que como reza la canción, no se sabe cuál es la buena. En definitiva, el valor de Kennedy se mide por la importancia de sus enemigos, que no son pocos, y lo que es peor, a muchos ya los tiene metidos en casa. Años difíciles para Kennedy, sin duda, al que le deseo, por el bien de todos, que los hados le sean propicios.
Sobre el Autor
- Carlos Sánchez es músico, docente y analista político. Cursó su formación musical superior en la disciplina del jazz en Holanda, en los conservatorios de Groningen y Den Haag, completando su formación como productor e ingeniero de audio en la Middlesex University/SAE Institute de Londres. Formado también en el ámbito jurídico, obtuvo el Grado en Derecho en UNED (España). Durante casi una década ha combinado su actividad docente y musical con su faceta de comunicador, escribiendo artículos sobre su pasión, la geopolítica, de manera frecuente en Diario 16, y presentando Grupo de Control, un espacio semanal de entrevistas dedicado al periodismo de investigación.
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