pesca paleolítico
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Hace poco más de dos millones de años el cerebro de las especies del género Homo experimentó un crecimiento exponencial. En muy poco tiempo los homininos pasamos de tener un cerebro de unos 400 centímetros cúbicos (c.c.) a superar fácilmente la cifra de 1.000 c.c. El promedio del volumen actual de nuestro cerebro (unos 1.350 c.c.) fue sobrepasado por numerosos individuos de las poblaciones europeas del Pleistoceno Medio, hace unos 400.000 años. A juzgar por los datos disponibles en la actualidad, los neandertales del Pleistoceno Superior llegaron incluso a superar el tamaño promedio de las poblaciones recientes de Homo sapiens ¿Cómo explicar este súbito incremento, cuando el tamaño del cerebro de los homininos se mantuvo inalterado durante cuatro millones de años en cifras similares a las de los chimpancés actuales?

Por descontado, los genetistas tienen las claves para mostrarnos que variaciones de los genes responsables del incremento en el número de las neuronas del neocórtex cerebral pudieron experimentar una selección positiva. Sin esa base genética no puede explicarse el cambio. Pero resulta muy interesante preguntarse sobre las características del medio donde sucedió el espectacular incremento del cerebro.

En primer lugar, conviene recordar que nuestro cerebro consume entre el 20 y el 25% de la energía que necesitamos para el metabolismo basal. En esas circunstancias, es evidente que los miembros de especies como Homo habilis, Homo rudolfensis y Homo ergaster (por citar las africanas) tuvieron que conseguir alimentos mucho más energéticos que los de sus predecesores, los australopitecos. En Homo ergaster el volumen del cerebro llegó a crecer hasta un 100% más que en los australopitecos. Y ese cambio sucedió en menos de medio millón de años.

Es muy interesante situar los yacimientos africanos del Pleistoceno Inferior donde se encuentran fósiles del género Homo. Todos ellos están asociados a las riberas de los grandes lagos del Valle del Rift o a los ríos que discurrían por vastas regiones del este de África. Parece una obviedad pensar que los humanos de entonces (como ha sucedido desde siempre) estuvieron condicionados por la presencia de agua dulce en su medio natural. No solamente necesitaban beber, sino que los mamíferos que consumían también estaban irremediablemente asociados al agua. No obstante, podemos reflexionar sobre una cuestión también muy obvia, que nos puede dar las claves sobre el incremento del tamaño del cerebro.

Aproximadamente el 60% de cerebro está formado por lípidos. Una parte sustancial de este componente está formado por ácidos grasos omega 3, de los que casi el 100% es DHA (ácido docosahexaenoico). Nuestro organismo es capaz de conseguir DHA en pequeñas cantidades, mediante la transformación del ácido alfa-linolénico. Pero la cantidad diaria necesaria y recomendable para nuestra salud procede de peces de agua dulce y marinos que, a su vez, lo obtienen del consumo de ciertas algas. La carne y los huevos también contienen DHA, pero en menor cantidad.

Con esta información podemos especular que nuestros ancestros del Pleistoceno Inferior pudieron ser maestros en el arte de la pesca. Los yacimientos arqueológicos nos muestran los restos fosilizados de los mamíferos que descuartizaron con sus herramientas de piedra. Pero es más complicado encontrar evidencias del consumo de truchas o salmones. Así que nos queda la lógica de una hipótesis, que ganará en consistencia con el paso del tiempo. No me cabe duda de así será. Sabemos que los bonobos consumen algo de pescado ¿Tenemos alguna razón para dudar que las especies del género Homo fueran hábiles consiguiendo peces en las orillas de los lagos y los ríos?

Y como el mayor crecimiento del volumen del cerebro sucede en los primeros años de vida, las crías de especies como Homo ergaster únicamente tenían acceso al DHA mediante la lactancia (la leche materna es muy rica en DHA). En la actualidad podemos añadir este ácido graso a los preparados lácteos, supliendo en parte las enormes necesidades de los niños. El cerebro de nuestros hijos crece mucho más deprisa que cualquier otra parte del organismo durante los seis primeros años de vida. En el Pleistoceno Inferior los miembros de especies como Homo ergaster no tenían otra opción que la lactancia, para conseguir que el cerebro de sus hijos alcanzara valores de hasta 850 c.c. La fuente más segura y abundante de DHA para las madres tuvo que residir en la habilidad para conseguir los peces, que abundaban en los grandes lagos del Gran Valle del Rift y en los ríos que surcaban las sabanas del este de África.