El nuevo plan europeo pasa por lavar cerebros mediante eventos como Eurovisión con el fin de hacernos creer el mantra protestante-sionista: Rusia y Palestina son bárbaros y agresores al mismo nivel.
bibi eurovision
No es inocente que la gala de Eurovisión se celebrase este año en un estadio de futbol porque, tal como están las cosas, ser europeísta se está convirtiendo hoy en día en algo propio de hooligans que como Javier Cercas, el ateo oficial del Vaticano, proclaman envalentonados que "aquí se hace Europa o se muere". Europa está sufriendo algo así como un segundo rapto, pero ahora no es Zeus quien la engaña y secuestra para satisfacer sus caprichos de jerarca pagano, sino el morlaco viejo y hormonado Netanyahu con la ayuda de los banderilleros y picadores de la Mossad. Lo que este sábado las cámaras quisieron mostrar de manera selectiva fue grotesco. Muchachos y muchachas engordados en la granja europea de derechos gritando Europa y haciendo corazoncitos con las dos manos mientras la representante de Israel cantaba lacrimógena desde el escenario que (después del genocidio en Gaza, se entiende) "Un nuevo día surgirá". Aunque, sin lugar a dudas, lo peor llegó al final, cuando la presunta democracia del televoto aseguró contra toda lógica y con olor a tongo y chamusquina, que los europeítos de a pie — españolafricanos incluidos — habíamos declarado nuestra preferencia ciega y absoluta por Israel, haciéndolos, además, casi ganar.

Todo el certamen fue un esperpento. Si el año pasado no había cantante que no fuese trans, en esta ocasión, debido — imagino — al correctivo trumpista, a la masculinidad galaico-ohiana de J. D. Vance y a la ortodoxia pontificia de León XIV, todo fue en principio muy heteronormativo. Yo, que estaba viendo la gala, obligado en parte por mi hija mayor, no daba crédito. Fue como teletransportarse al mundo pre-woke de machos y hembras y santos matrimonios que obedecían al mandato divino ("Creced y multiplicaos") aún imperante en la cultura mayoritariamente heterosexual de mi adolescencia. De aquella uno encendía la tele y tanto podía quedarse sin habla viendo a Maribel Verdú y a Paula Vázquez haciendo de veinteañeras normativas en Canguros, como contemplar a Lorenzo Lamas, el rey de las camas, mostrando orgulloso pecho, pelos y un feromónico olor a sudor que haría entrar en crisis a todos los princesos heteros del presente que necesitan depilarse, hacerse la manicura o tatuarse su fecha de nacimiento en el cuello.

(No se trata, lectores de la Generación Z, de que entonces se reprimiese la sexualidad más que ahora — ¡estamos hablando de los años noventa! — , sino de que esta estaba sometida, dentro de una normatividad heterosexual, a la reproducción dentro del matrimonio. Distintas esferas y modalidades de la sexualidad, así como identidades sexuales, tenían lugar al margen de esta institución que siempre tuvo como fin la perpetuación de la familia y la acumulación de riquezas para llegar a disponer de una pequeña propiedad. Pensemos que estos años fueron, al fin y al cabo, los tiempos en los que la Doctora Ochoa salía en prime time explicándonos las salutíferas e ideales que eran casi todas nuestras fantasías y opciones sexuales. Es decir, antes había una normatividad heterosexual como ahora hay una LGBTIQ+)

El caso es que ayer, por un momento, al contemplar a las cantantes de Luxemburgo, Alemania, España o Reino Unido volví a experimentar ese chispeo del adolescente criado en una cultura mayoritariamente heterosexual que adora en la pantalla a mujeres o divas — como diría Melody — con las que, en su angustia de hormonas y acné, cree que nunca podrá llegar a estar. Pronto me di cuenta de que aquello no tenía que ver nada con la adolescencia, sino con el hecho de que en los últimos años de Eurovisión estuvieron prohibidas tanto las identidades como los cuerpos denominados normativos. Para aumentar mi incredulidad apareció de repente el candidato de Armenia, cantando sin complejos un himno revolucionario a pecho descubierto como un macho hetero de los de toda la vida (es decir, presentándonos un modelo distinto al que promocionaron el año pasado esos chicos españoles disfrazados de gatas que se azotaron las nalgas delante de toda Europa para bailar al son de "Zorra"). En resumidas cuentas, que el armenio tenía un aspecto tan desacomplejadamente heterosexual que yo, a mis cuarenta y dos años, además de dudar de mis inclinaciones sexuales, no recordaba haber presenciado algo parecido desde que de niño vi en una tarde lluviosa de Semana Santa en la televisión gallega a Kirk Douglas hacer de Espartaco.

Tuve que frotarme los ojos con los puños como un bebé para despertar, pero apenas habían pasado unas cuantas actuaciones y me di cuenta de que todo aquello era un engaño grotesco, la fantasía de una Europa enferma, bipolar y casi sin memoria, de volver a un pasado que apenas ya existe porque se han cortado las raíces y toda posibilidad de que se reconstruya. Era como si Eurovisión se hubiese convertido en la película Gran Hotel Budapest o en una de esas fantasías aristócrato-europeistas de Stefan Zweig disfrazadas de buenismo. Por ejemplo, las cantantes de Inglaterra parecían haber retrocedido casi sesenta años y estar viviendo la revolución sexual de los setenta, pues era imposible saber si su canción y coreografía la habían hecho ellas o un programa de Inteligencia Artificial a partir de Queen y de ABBA. Por su parte, el representante de Italia, meritorio, parecía salido del periodo de los cantautores revolucionarios al estilo de Lucio Dalla, solo que fuera de tiempo, como testimoniaba su cara pintarrajeada de blanco, que hacía dudar al espectador de si estaba ante una máscara veneciana o ante un joven trans admirador de Marilyn Manson.

Había, en definitiva, un propósito firme de reclamar el pasado de manera hipócrita, desacreditándolo para transformarlo en una nueva tradición, aparentemente ortodoxa pero ya poshumana, como la que representaba JJ, el cantante ganador, queer y racializado, que en su performance se montó en un barco (a mí me pareció que simbolizaba a la Europa de von der Leyen) a punto de hundirse en la tormenta para asegurarnos que "yo soy un océano de amor, / y tú tienes miedo al agua" y dejarnos claro que nos acabaría conquistando. Fue un intento de hacer triunfar la nueva normatividad que quedó ejemplificado en el traspaso del trofeo eurovisivo de manos de Nemo, el ganador del año pasado, a las de JJ, el triunfador de esta edición. Si Nemo, tras aparecer en la anterior edición como un pez multicolor transhumano, se presentó en esta como un andrógino con peluca de dominatrix berlinesa que parecía concentrar en sí los 133 géneros dizque existentes, JJ mostró, pese a definirse queer, una apariencia ortodoxa propia de un alto ejecutivo.

En medio de esta operación de lavado de cerebro europeo hecha por el método sionista del pinkwashing (esto es, parapetarse en lo trans para presentar como verdadera normatividad humana los cantos cripto-genocidas de la hermosa muchacha israelí) hubo movimientos del todo capciosos. Por ejemplo, el feminismo tipo Lidia Falcón o Paula Fraga (es decir, clásico y verdadero) de la cantante de Luxemburgo fue borrado del mapa y quedó retratado, de manera harto injusta, como propio de una época retrógada y ya superada por la horda de nuevos machos queer (otro gallo cantaría, suponemos, si la cantante fuese obesa y se declarase no binaria o incluso pene-discordante). La normatividad antañona-liberal que correspondería en la igualitaria Europa a presuntas TERFS como la talentosa cantante feminista luxemburguesa se reintrodujo, en consecuencia, de manera no problemática con actuaciones como la de Portugal o la de Francia, defensora, esta última, de la figura materna y la maternidad pero sin hacer ruido.

El auténtico escándalo tuvo que ver, sin embargo, con lo que sucedió con España y con Armenia, las auténticas regeneradoras de la noche. La canción de Melody, que fue juzgada como desfasada o choni por nuestra prensa irremediablemente afrancesada, paleta y comedora de huevos asados como el marido de Celestina, debiera haber marcado un antes y un después. No es que fuera ninguna genialidad, pero sí pegadiza, efectiva y transmisora de un mensaje de empoderamiento femenino, anterior y posterior al mismo tiempo — dialéctico, digamos — , al movimiento woke. Estuvo, en todo caso, a mi juicio, muy por encima de la media y merecedora de estar entre las primeras. Melody, que hizo concesiones al status quo confundiendo durante unos segundos al público al aparecer como una versión trans de Rocío Jurado, enseguida se mostró como una madre sexy y esplendorosa — es decir, hetero — que, según afirmaba su canción, no tiene porque pisar a nadie ni porque renunciar a la maternidad para llegar a ser "diva". Su actuación, impecable a nivel vocal, fue apoteósica, además de humana, tradicional y, por eso, eternamente moderna. Lo que vimos en realidad (y lo que ofendió al inconsciente de muchos) fue a una mujer de cultura católica resistiendo en medio del delirio protestante-sionista del mundo actual y, desde luego, de la gala de Eurovisión.

Pero por otra parte, estaba él, Parg, el empotrador armenio, que hacía gala de una masculinidad tan rotunda y reconocible como respetuosa y caballerosa, cantando "Superviviente", un tema en el que aseguraba estar por encima de toda la basura que los medios e instituciones nos han arrojado para confundirnos y hacernos perder el sentido y el camino de nuestras vidas. La letra no dejaba lugar a dudas. Era tan clara que hasta parecía escrita por algún miembro de Brownstone España: "Estoy harto de las noticias, estoy harto de las opiniones, estoy harto de las mentiras que nos han dicho" ("I'm sick of the news, I'm sick of the views, I'm sick of the lies they've told"). El apoteósico cantante armenio (ese médico o fontanero con el que toda mujer tradicional fantasearía, ¿o es que las mujeres, y hasta hombres, tradicionales no pueden fantasear?) se presentaba como un nuevo Espartaco. No es para tomárselo a broma, porque no olvidemos que nuestros hermanos armenios, además de haber sufrido a manos del liberaloide Comité de Unión y Progreso otománico el primer genocidio de ese gran siglo de democracia que fue el siglo XX, son la primera nación cristiana y los guardianes ortodoxos del Evangelio. Parg apareció, en definitiva, en la degenerada Eurovisión, como el gran restaurador de Occidente.

Si insisto en la cuestión religiosa es porque sean ustedes ateos, agnósticos o creyentes debieran reconocer que la política occidental ha estado, y sigue estando marcada, por versiones secularizadas de uno u otro credo religioso (el gran milagro protestante ha consistido en hacer pasar formas políticas integristamente religiosas por laicas). Quiero decir: el hombre armenio (Parg) y la mujer española (Melody) representaban la normatividad heterosexual (no confundir normatividad heterosexual con homofobia ni transfobia) en la que se basa la familia y cierta idea occidental de la sociedad que asociamos tanto a la religión católica como a la ortodoxa, pese a las diferencias que ambas tengan. En una línea similar, la cantante polaca, tan perdida como su país hoy confusamente católico, reclamaba un rol de mujer joven tradicional convertida en Tierra pero sin darse cuenta de que tenía cincuenta y dos años y de que su modernidad de mujer operada llegaba ya demasiado tarde (mi amiga la monjita liberal arrepentida Federica Jimena me llamó compungida y compartió conmigo la actuación de esta misma cantante, por lo demás estupenda, treinta años atrás en Eurovisión: comparen y vean la degeneración cultural que ha sufrido Polonia, país que como algunos de ustedes saben es también mi patria).

Pero como toda lucha política es, insisto, una lucha secularizadamente religiosa hay que ser realistas y asumir que frente a estos conatos de resistencia ortodoxa-católica triunfó, como era de esperar, el batallón protestante-sionista con sus delirios de pueblos elegidos, destinos manifiestos, igualitarismos selectivos y auto-endiosamientos que te permiten declararte hombre o fresón de Huelva, y considerar enemigo de la Humanidad a quien te lo discuta. (Se coló entre los tres primeros, eso sí, Estonia, con una estupenda parodia del eurocentrismo europeo europeizante, en donde la gran Europa aparecía deformada, enclenque, simiesca).

Tenemos que estar, por todo lo dicho, muy alerta. El nuevo plan europeo, que privilegia para conquistar mentes, eventos en apariencia intrascendentes como Eurovisión, parece consistir en que de acuerdo al plan de rearme todos interioricemos el mantra protestante-sionista: es decir, que Israel y "Ucrania" son víctimas civilizadas, y Rusia y Palestina bárbaros agresores (mi respeto, desde luego, al pueblo ucraniano, víctima de inhumanos tejemanejes). No solo no podemos permitir estos infundios y esta propaganda profundamente anti-occidental en lo más esencial (la defensa de un legado greco-romano-cristiano igualitario que el protestantismo interrumpió como afirmó en su día Benedicto XVI), sino que tenemos que empezar a dejar clara una cosa de manera tan respetuosa como integradora: no existe ninguna civilización judeo-cristiana. No dejemos que nos metan en esa tergiversación histórica convertida en un tanque de destrucción masiva. Ha habido y, hasta cierto punto, hay una civilización ortodoxa-católica y otra protestante-sionista. Entre sí estos dos bloques son más divergentes que el cristianismo previo a la Reforma y el islamismo, lo que no quiere decir que no puedan razonar entre sí, pese a defender concepciones antitéticas del hombre. (Pero de esto hablaremos en otro artículo de manera más pausada).

Por lo de pronto, no lo olviden. Los jerarcas europeos ya no valoran tanto que seamos trans como euro-sionistas. No entremos en su juego y seamos todo lo que queramos ser, sin pedir permiso a ninguna burocracia y asegurándonos de que tratamos con dignidad, respeto y sin supremacismos a todo ser humano.