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El cuerpo humano es la máquina más perfecta que existe. Desde el momento en que el óvulo y el espermatozoide se unen, se desencadenan una serie de reacciones determinadas genéticamente, que están destinadas a formar un individuo con un cerebro, un corazón, dos pulmones, un hígado, un estómago y dos riñones, que van a funcionar, coordinadamente, adaptándose al medio y modificándolo.
Pero...tal vez os preguntéis por qué, en esta máquina tan perfecta, hay órganos que parecen redundantes. ¿Por qué tenemos dos riñones, si podemos vivir con uno sólo? La redundancia genera un coste energético, que, en un buen diseño, se habría economizado ¿o no?
Los riñones no fueron siempre dos. Durante el proceso de la evolución, el sistema excretor cambió para adaptarse a los medios, de tal manera que el cuerpo al que pertenecían estuviese en equilibrio con el exterior.
Así, pasamos de un sistema excretor repartido por toda la superficie del cuerpo, que es lo que tienen las esponjas (Sí, Bob Esponja también, por mucho que lleve calzoncillos) al poro excretor, llamado nefridiáporo, de los platelmintos o al tubo, ya similar a la nefrona (la célula renal, por excelencia) de las lombrices, que termina en una vejiga rudimentaria. Los insectos ya tienen dos. No son riñones propiamente dichos. Se llaman tubos de Malpighi y se encuentran en contacto con la hemolinfa del bicho, recogiendo de ella los productos de desecho. Como vemos, a medida que el cuerpo se complica, se complica también su sistema excretor.