Previo a su muerte los otros animales no se le acercaban y los perros aullaban al verlo. "Hacía unos días que me habían llevado a la finca que tengo en San Agustín unos caballos para que pasten. No eran más de siete. Al poco tiempo, la tropilla comenzó a rechazar a uno. No lo dejaban comer, lo mordían, lo pateaban, lo corrían, lo hacían de lado. Así estuvo la situación por casi un mes hasta que una noche los perros comenzaron a ladrarle. Cuando el caballo los miraba, aullaban. Pero no se le arrimaban. Lo observaban de lejos. El caballo, de unos 10 años, profería relinchos como de tristeza, de queja. Parecía lamentarse. Era estremecedor.
Una mañana, como siempre, me levanté y fui a ver los animales. Me encontré con un cuadro desolador: el caballo estaba muerto, caído sobre su flanco izquierdo. La visión era increíble:
no había sangre, ni moscas, ni rastro de que alguien se hubiese acercado. Ni siquiera huellas de que el equino se hubiese movido en sus últimos momentos de vida. Parecía que había caído fulminado. Los otros caballos estaban lejos y no se acercaron nunca al cadáver como no lo habían hecho cuando estaba vivo. Era septiembre de 2002", contó, aún sorprendido, Carlos Taballione, un geólogo con amplia experiencia, andariego y profundo conocedor de los más alejados recovecos del territorio de la provincia.
Comentario: ¡Hasta los animales se dan cuenta de que podrían gobernar mejor que los políticos!